Paralelo – Capítulo 8: Utopía
– ¡En tu cara! ¡Gané! ¡Gané! – resonaba triunfalmente desde una mesa al fondo, destacando en medio del bullicio.
Un lugar horripilante para algunos; para otros, la zona de confort; y para los más desdichados, prácticamente un segundo hogar. El establecimiento tenía una arquitectura singular, casi inverosímil para el mundo subterráneo. Su diseño, una mezcla de elegancia y folclore, bañaba de colores el contorno. Sin embargo, su falta de mantenimiento, con paredes desteñidas y llenas de grasa, y muebles metálicos hechos de chatarra antigua, lo dotaban de un ambiente tétrico y distintivo. Mayormente ocupado por gente solitaria, sumida en sus vidas intrascendentes, ahogándose en alcohol y consumiéndose lentamente.
– ¿Mesa para tres? – preguntó un joven host maquinalmente, dirigiéndose únicamente al hombre del grupo y pasando por alto a las dos mujeres, lo que claramente irritó a Runa.
Vestido con el atuendo típico de los cocineros de Astral, llevaba un delantal beige de piel natural sobre un uniforme blanco de cocinero.
– Sí, por favor – contestó Runa con contundencia, evidenciando su molestia.
– Síganme, por este lado – respondió el host, encaminándolos hacia el salón principal del bar.
Avanzaron desde la recepción, serpenteando por un estrecho pasillo que bordeaba la cocina, hasta llegar a un salón cuadrado. En este nuevo espacio, la barahúnda se hizo más nítida, permitiendo distinguir las conversaciones, risas y gritos de los comensales. Un olor penetrante a humo y a testosterona saturaba el ambiente, y se veía invadido por una variedad de personajes exóticos, dominado principalmente por hombres, aunque también se distinguían algunas mujeres.
En una mesa cercana, un anciano elegantemente vestido disfrutaba de su pipa y de una cerveza, absorto en un diálogo en voz alta con sus propios pensamientos, como si estuviera hablando con un personaje imaginario. Sus palabras fluían con coherencia, y su lenguaje corporal respondía con lastimosa gracia a la narrativa de su mente. Su sonrisa maníaca y movimientos agitados revelaban un éxtasis en su mundo interior.
< Quién sabe, tal vez lo lastimoso es uno, y no él > reflexionó Runa, contemplando la felicidad ficticia del hombre.
A su izquierda, tres mesas se habían unido para acomodar lo que había sido un grupo numeroso. Ahora solo quedaban los vasos vacíos y dos figuras: una joven ebria tumbada en las piernas de un señor cuarentón, cuya sonrisa depravada dejaba entrever intenciones morbosas.
< Quizá lo lastimoso es ella. Pinches hombres, son unos cabrones, un verdadero asco. Si tan solo las cosas fueran diferentes, esto no sucedería > pensó Runa con desdén.
En el extremo del salón, un balcón se asomaba majestuosamente sobre la escena. Sobre este, una mesa solitaria, meticulosamente arreglada e iluminada, destacaba. Visible desde cualquier rincón del salón, daba la impresión de ser el escenario principal, el lugar reservado para el espectáculo.
Su presencia captó la atención de la mayoría del salón. Miradas lujuriosas se posaban en Runa y Tara, recorriendo sus figuras de arriba abajo, distrayéndose de cualquier actividad que estuvieran realizando. Incluso un grupo de cuatro hombres enfrascados en una apuesta acalorada pausó su alboroto para observar la carne nueva que había llegado.
– ¿Les parece bien esta mesa? – preguntó el mesero al hombre de la triada, señalando una pequeña mesa fabricada con la lámina de un coche rojizo en un rincón del lugar.
– Sí, está bien, gracias – dijo Runa irritada, pero resignada.
– En breve los atenderá mi colega – indicó el mesero antes de retirarse.
Junto a ellos, había tres mesas; dos vacías y una ocupada por un hombre setentón flanqueado por dos mujeres regordetas. Él, sentado entre ellas, era mimado con comida y bebida mientras las rodeaba afectuosamente con sus brazos.
– Runa, aún estamos a tiempo de irnos – sugirió Tara, percibiendo la distracción de Gregor.
– Está todo bien, mujer, tú tranquila – replicó Runa con calma.
Pronto, otro mesero apareció ante ellos, vestido con un uniforme similar al del host.
– ¿Qué desean ordenar? – preguntó, atendiendo primero a las dos mujeres.
– Tres cervezas, por favor – respondió Runa.
– Muy bien, en seguida ¿Algo de comer? –.
– No, gracias, pero me preguntaba si el Chef está aquí hoy – inquirió Runa con curiosidad.
– ¿Qué necesita? – preguntó el mesero un poco sorprendido.
– ¿Crees que podamos hablar con él? Tengo un mensaje importante. Dile que quiero hablar de negocios – afirmó con un tono contundente, pero sutilmente sensual e inocente.
El mesero, tras una rápida sucesión de emociones en su rostro — miedo, desconcierto, y finalmente decisión, asintió.
– Denme unos momentos y regreso con ustedes. ¿Desean algo más mientras tanto? – preguntó el mesero.
Una vez recibió una respuesta negativa, se dirigió al bar.
– Runa, vámonos por favor. Mira a Gregor, no se siente bien. Es ahora o nunca – insistió Tara preocupada.
Ambas dirigieron su mirada a Gregor, quien, temblando de ansiedad, parecía abrumado por la intensidad de sus emociones y los persistentes flashbacks, exacerbados por una creciente sensación de mal augurio. Mientras tanto, el mesero se dirigió al bar, hizo el pedido al barman, y subió por unas escaleras de herrería negra en forma de caracol, situadas en la otra esquina del salón.
De repente, impulsado por una urgencia por salir de aquel lugar, Gregor se levantó bruscamente, impactando sus piernas en la mesa y haciéndola girar sobre su base.
– ¡Vámonos! ¡Ya! – exclamó.
El sonido captó la atención de los comensales. Un mar de ojos brillosos se volvió hacia ellos.
– Váyanse ustedes. Yo me quedo – dijo Runa, ofendida y firme.
– ¡Runa! ¡Basta de estupideces! ¡Vámonos ahora! – volvió a gritar él.
Tara retrocedió, llevándose una mano a la boca, asustada por la reacción explosiva de Gregor. Runa, en cambio, se mantuvo firme y desafiante.
– Lo siento, vecino. Ustedes pueden irse, pero yo me quedo. Esta es mi mejor oportunidad y no pienso desperdiciarla – dijo con determinación.
Los demás comensales, buscando cualquier distracción que los alejara de su monótona existencia, sonreían y murmuraban mientras observaban la escena. En un lugar como ese, donde cada uno vive su propio infierno, ver a alguien más en una situación similar, o incluso peor, se convierte en un motivo de interés y alegría.
Súbitamente, un estruendo proveniente del segundo piso interrumpió la tensión. Sonaba como si alguien hubiera tirado y roto un montón de platos.
– ¿Quién dices que está aquí? – se oyó una voz aguda y masculina desde arriba.
En cuestión de segundos, una figura apareció en el balcón, mirando directamente hacia su mesa. Era el Chef.
– ¡Ey! ¡Qué grata sorpresa! ¡Miren nada más a quién tenemos aquí! – exclamó, desplegando una enorme sonrisa que hacía resaltar sus gordos cachetes y dejaba al descubierto sus dientes chuecos y amarillos. – ¿Qué hacen ahí abajo? Suban, por favor. Son bienvenidos a mi humilde morada. Mi casa es su casa –.
La combinación de sus cachetes rosados, su traje de cocinero rojizo y su cabello grasiento resultaba repulsivamente cómica.
– Síganme – se escuchó.
El mesero estaba a su lado, sosteniendo una bandeja con tres cervezas frías y señalando con la otra mano hacia la escalera de caracol.
Conforme avanzaban entre las mesas, el mar de miradas curiosas se intensificaba. Era inusual que el Chef invitara a desconocidos al segundo piso, salvo que estuviera relacionado con su famoso espectáculo sabatino.
Subieron por la escalera y, a través de un pasillo, llegaron a un bar privado. La luz cálida de cientos de velas iluminaba el espacio, realzando la elegancia del mobiliario de caoba y las extraña variedad de cabezas disecadas que adornaban las paredes, cada una única en una diversidad de cientos. Solo compartían un rasgo similar, su expresión de miedo puro. Sus bocas estaban abiertas, al igual que sus ojos, como si hubieran presenciado a la muerte misma.
– La llamo la pared de la inclusión y diversidad. ¡Increíble! ¿verdad? – dijo el Chef, admirando orgulloso la colección que adornaba las paredes. – Por favor, siéntense. ¿Les apetece algo de comer? – preguntó, sentándose en un sillón de piel, colocando su bebida en una fina mesa de centro tallada, y cruzando las piernas.
– Nada, gracias, ya pedimos tres cervezas – respondió Runa con seriedad, justo cuando el mesero colocaba las bebidas junto a la del Chef.
– ¡Cómo creen! No me dejen comer solo, eso es de mala educación – exclamó, soltando una carcajada tan profunda y ronca que casi se ahoga con su propia saliva, desencadenando una serie de toses incontrolables. Cuando finalmente se recuperó, hizo una seña al mesero, quien se acercó para recibir instrucciones susurradas al oído. Tras escuchar, el mesero se dirigió a la cocina para orquestar las órdenes de su jefe.
– Entonces ¿qué se les ofrece? ¿A qué debo el placer de contar con su distinguida visita? ¡Cuéntenme con toda confianza! Recuerden, están en su casa. Siéntense, por favor – reiteró el Chef, volviendo a reír.
Los tres se acomodaron en los sillones individuales que rodeaban la mesa de centro mientras el mesero se afanaba en limpiar los restos de comida y los platos rotos en el suelo.
– ¿Y entonces? – volvió a preguntar el Chef, un poco irritado.
– Como ya debes saber, Igor ha desaparecido – respondió Runa. – Ese día estuvo aquí, atendiendo a dos de tus empleados, me lo dijo esa mañana. Necesitamos saber…
– ¡Ah! ¿Así que buscan pistas? – cortó él con un tono desafiante.
– Sí – dijo ella con firmeza.
– Y dime, querida ¿qué ofreces a cambio? – inquirió él, levantando las cejas con una sonrisa insinuante.
– Vengo de buena fe, como la pareja de alguien que ha ayudado a sanar a tus enfermos y…
– ¡Shhh! Espera, hermosa, espera, cierra tu hermosa boca por unos momentos ¿sí? – dijo él, adoptando un aire reflexivo. Luego, señalando el balcón, propuso – Hagamos un trato. Montemos un gran espectáculo para mis comensales y te doy la información. ¿Te parece, bebé? –.
Runa titubeó, su seguridad parecía tambalearse por primera vez.
– ¡Ándale! – la animó él, notando su indecisión. – Es un acuerdo que nos beneficia a ambos, un win-win, querida – agregó, intentando imitar un acento inglés mal pronunciado y riendo de sí mismo.
– Podría darte algo más valioso que un simple espectáculo – intervino Gregor, recuperándose de su delirio momentáneamente y atrayendo todas las miradas hacia él. – La fortaleza de la Matriarca es impenetrable. Ha sobrevivido a varios conflictos gracias a sus defensas legendarias y sus guardias incansables. Pero yo he estado dentro, he recorrido sus pasillos y he hablado con su gente. Conozco sus secretos, sus puntos débiles. Información que podría cambiar el juego para alguien interesado en, no sé, por ejemplo, desafiar su imperio –.
La tensión entre el Chef y la Matriarca era famosa en la ciudad, y Gregor, había visto la oportunidad perfecta para desviar el curso de la conversación. Runa y Tara quedaron mudas, impactadas por la audacia de su vecino. El Chef lo observó fijamente, con unos ojos que mezclaban curiosidad y cálculo. Después de unos instantes, una sonrisa sutil se dibujó en su rostro, una sonrisa que sugería un conocimiento oculto o una familiaridad inesperada con Gregor. Acto seguido, su atención se centró en Runa nuevamente, ignorando la propuesta.
– Entonces ¿qué dices, hermosa? – preguntó el Chef, desviando la atención de la oferta y sumergiendo la conversación en un breve silencio.
– Acepto. Hagamos esto – respondió Runa con una confianza renovada, enderezando su postura con una elegancia innata.
El Chef estiró su brazo en un gesto dramático, invitándola a sellar el acuerdo con un apretón. Ella, sin titubear, aceptó el pacto.
– Tenemos un trato – dijo él con una voz que resonaba más profunda y ominosa.
Tras liberar otra carcajada aguda y decrépita, el Chef bebió un largo trago de su copa y luego, hizo una seña a uno de sus sirvientes. Inmediatamente después, de una puerta negra que hasta ahora había pasado desapercibida, emergieron dos meseros más que trasladaron las bebidas hacia la mesa en el balcón. Un silencio incómodo reinó mientras realizaban esta simple tarea, siendo interrumpido tras unos momentos por el fuerte sonido de una sirena eléctrica, capturando la atención de toda la clientela.
– Después de ustedes – dijo el Chef, sonriendo y señalando la mesa del balcón.
La anticipación se apoderó del ambiente; los presentes sabían lo que la alarma significaba, un espectáculo repleto de las enseñanzas del Chef. Si tan solo fuera fácil ser su interlocutor, el mundo estaría lleno de sus consejos. Y así, sucedió algo casi imposible. Los locos, los apostadores, los amigos, los enemigos, los hombres, las mujeres, los viejos, los jóvenes, y los infelices de aquel lugar detuvieron sus actividades, sintiéndose unidos por un vínculo singular: el de espectador.
En esa atmósfera de anticipación, Gregor, Runa, y Tara, se reubicaron en la mesa del balcón, bajo la mirada atenta de una multitud sedienta de entretenimiento. Runa, imponente en la cabecera, y Gregor y Tara a lado, enfrentando de frente a la audiencia expectante. Con el fin de la alarma, el sonido de un micrófono en conexión resonó.
– ¡Atención, damas y caballeros! – se escuchó una voz amplificada. – Esta noche de lunes, un espectáculo sorpresa, cortesía del Chef, se llevará a cabo, ¡prepárense! ¡Esta es la tercera llamada! –.
Los aplausos y vítores del público resonaron, ahogando temporalmente la voz del locutor. La emoción era palpable en cada rincón.
– Y ahora, damas y caballeros, con ustedes, el protagonista de las aclamadas series “¿Quién tiene hambre?” y “El que se enoja, pierde” – dijo la voz del locutor previo a una pausa que incluyó un sonido pregrabado de una tarola. – ¡El incomparable Chef! –.
La multitud estalló en una ovación, coreando su nombre con fervor. El anciano que antes conversaba con el aire ahora abrazaba a su compañera invisible con una enorme sonrisa en la cara, casi llorando de felicidad.
– ¡Muchas gracias, muchas gracias, mi querido esclavo! – exclamó el Chef, animado, mientras le daba una palmada en el hombro del mesero y, con su característica extravagancia, tomando su lugar en la mesa, en la otra cabecera. – El día de hoy, en un episodio especial de “El que se enoja, pierde”, les presento una historia de amor. Una historia de amor como ninguna otra – agregó con un lenguaje no verbal obsceno, sacando la lengua y tocando sus genitales.
Hizo una pausa teatral, permitiendo al público reír ávidamente.
– La historia de Román y Juliana… Una mujer que aborrece tanto al perdedor de su marido que su sola presencia despertaba un asco que carcomía sus entrañas, robándole el apetito… Una harpía despiadada cuya actividad favorita consistía en ordeñar su cartera sin piedad… Por su parte, él, un hombre débil, aplastado por el yugo de su esposa que día con día intentaba vanamente reconquistar su amor. Con el tiempo, se resignó, convirtiéndose en un viejo holgazán y malhumorado – narró, mezclando sarcasmo y seriedad, improvisando su discurso.
El mar de ojos brillosos del público no se perdían ningún detalle, cautivados por su narrativa improvisada y riendo a carcajadas.
– Les presento a nuestros actores estelares. Desempeñando el papel de Juliana, el bizcochito ¡Runa! – señaló, provocando chiflidos y albures en el público. – Por otro lado, desempeñando el papel de… – agregó haciendo una pausa contemplativa, mirando a Gregor y Tara. – Bueno, no importa. Desempeñando a Román ¡Yo! Chef para algunos, gurú para otros, Dios para sí mismo, y papacito para otras – dijo, gesticulando una sonrisa que mostraba sus dientes amarillos.
Su tono de voz fluctuaba extrañamente entre tonos agudos e infantiles, y graves y siniestros.
– Nuestra historia comienza aquí, con Juliana necesitando un favor del repugnante cerdo de su marido. Enfrentada a un dilema que se resume en una sola pregunta… ¿Qué estoy dispuesta a hacer? – terminó, riendo de nuevo hasta toser.
Después de calmarse, Román quedó en silencio, esperando la respuesta de Juliana, como si la escena ya hubiera empezado. Un tenso silencio envolvió cada rincón del bar, y el brillo de los ojos expectantes se intensificó, todos aguardando la reacción de Juliana. Ella, al percatarse de esto, empezó a hablar con vacilación. Gregor y Tara intuían que algo no iba bien, como si el plan de Juliana se estuviera desmoronando con facilidad, o peor aún, como si nunca hubiera tenido uno.
– Como Gregor decía… tenemos información sobre la Matriarca que podría interesarte…
–¿Alguien te ha dicho alguna vez de la perfección de tus labios, mi amor? – dijo Román interrumpiéndola en un tono soberbio, pero sereno. – No sabría qué hacer primero con ellos, si que me des una buena mamada, o que…
– Sabemos que tú y la Matriarca son enemigos – interrumpió Juliana, elevando la voz.
Román se llevó una mano a la boca, fingiendo una sorpresa jocosa, y soltó otra carcajada. Al calmarse, ella prosiguió, recuperando su confianza.
– Tus negocios se han visto afectados frente a las políticas regionales que ella ha…
(¡Smash!)
La puerta negra azotó contra la pared, interrumpiendo a Juliana y provocando que Román estallara en risa nuevamente. Dos meseros emergieron, empujando un carrito metálico que emitía un rechinido agudo. Sobre él, un plato cubierto por una tapa metálica ocultaba el festín preparado según las recetas del Chef; a un lado, había una jarra de agua fría y cuatro copas de vidrio.
Un silencio incómodo se apoderó del lugar. Los susurros de los espectadores, mezclados con el chirrido del carrito y el aroma a carne que emanaba de él, creaban una atmósfera de pesadilla. Al llegar a la mesa, el carrito chocó contra ella, haciendo temblar las bebidas. El esclavo comenzó a preparar la mesa: colocó el plato principal en el centro, distribuyó las copas, llenándolas cada una hasta el borde, y finalmente retiró el cubreplatos.
– Que lo disfruten – dijo, retirándose rápidamente.
Entre el vapor, apareció un huevo de carne marcado en su superficie por líneas de la parrilla. Era una cabeza humana. A duras penas era posible distinguir sus facciones ya que la preparación había deformado su apariencia. No obstante, los ojos frescos estaban intactos en las oquedades del cráneo, como si los hubieran retirado en el proceso de cocimiento, y vuelto a poner. Además, su quijada había sido removida, revelando los dientes negros de la víctima y siendo colocada junto a la lengua, a un costado de la cabeza.
– Coman, por favor. Este festín lo preparé solo para ustedes – dijo Román, tomando sus cubiertos, pinchando la lengua con su tenedor, y llevándola a su plato.
Tara y Gregor estaban horrorizados con la escena. Juliana, por otro lado, tomó sus cubiertos y comenzó a cortar un pedazo de cachete. Tenía que entrar en su juego, al menos por ahora, hasta que lleguen los guardias de la Matriarca.
El bar se había transformado en una suerte de carnaval grotesco. Los comensales jubilosos, se dejaban llevar por el espectáculo. El viejo que dialogaba con su amiga imaginaria golpeaba la barra de felicidad, mientras, a su lado, el señor con la joven disfrutaba de su abuso impune, toqueteando a la inconsciente. Además, nuevos personajes aparecían. La noticia del espectáculo se había esparcido, atrayendo a un público variado, ansioso por ser parte de la función.
– ¿Por qué no comen? – preguntó Román a los dos inapetentes. – No dejen que se enfríe esta delicia, es una carne delgada – instó, llevando un bocado a su hocico.
– Entonces… Como decía – retomó Juliana su intermitente discurso, mientras Román la observaba, cortando y comiendo su comida con un salvajismo intencional. – Sabemos que los intereses de la Matriarca no permiten que tus negocios prosperen en…
Román volvió a interrumpir, liberando otra risotada que apenas lograba contener. Rio por un largo rato, estremeciéndose de arriba abajo, y golpeando la mesa con su puño. Runa se veía tranquila, excepto por su pierna derecha que se sacudía ligeramente por debajo de la mesa.
< No tardan en llegar. No tardan en llegar > era su único pensamiento.
– ¡Me sorprende que seas tan tontita! – dijo cómicamente, retirando un objeto pequeño del bolsillo situado en su pecho. – No me sorprende que Igor te haya abandonado – agregó observando la reacción que sus pablaras tenían en Juliana. – ¿Crees realmente que lo que necesito es información? ¿Acaso es eso lo que estás dispuesta a hacer por la información que yo poseo? – se burló, lanzando el objeto misterioso y atrapándolo de nuevo. – ¡A mí ofréceme algo tangible preciosa! Algo que pueda sentir, que pueda comer, lamer, o morder – exclamó agravando su voz, sacando la lengua, y tocándose de nuevo los genitales.
El público, eufórico, comenzó a chiflar.
– Ofréceme una de tus piernas, por ejemplo, o uno de esos brazos tuyos que se ven tan exquisitos, igual que tú – dijo él, salivando como un perro.
– Si trabajamos juntos – dijo ella, intentando cambiar el tema. – Si trabajamos juntos, podemos vencer a…
– ¡Ay! ¡Querida! ¡Eres tan ignorante como cualquiera de ellos! – exclamó Román, señalando al público. – No es cierto, tú eres peor. Ellos, al menos son honestos en su ignorancia, viviendo para divertirse, beber, y disfrutar de un buen espectáculo. Pero a diferencia de estos borrachos, tu ignorancia es peligrosa porque es ciega a tu propia condición. Pobre de ti, bebé. No comprendes la magnitud de poder que la Matriarca posee, ni la sutileza con que maneja sus hilos titiriteros. A comparación de ella, yo soy una simple sanguijuela – agregó, transformando su tono a uno grave y demoniaco, como poseído por un odio sosegado.
– Ella domina lo indomable, conociendo cada detalle de nuestras vidas – continuó Román. – Solo con verte, conoce todos tus miedos, tus ambiciones y tus culpas. Y no duda usar esa información contra ti. Es la persona más despiadada que conozco, sin honor, compasión ni justicia –.
Hizo una pausa, volviendo a lanzar el objeto al aire y atrapándolo con su mano. Era un objeto cúbico de color rojo, parecía un dado.
– Pero ella no es ninguna tonta, a diferencia de ti. Entiende cómo funciona el mundo, el eterno juego de poder, y sobre todo, los límites de su posición. Y aquí viene lo más importante, amor – continuó, aún con su voz demoniaca. – Ella sabe que, para mantener su poder, no se ataca a los enemigos, sino se negocia con ellos, y el trato que ofrece depende de la diferencia de poder entre las partes. Sí, somos enemigos, pero en lugar de atacarnos, como piensan ustedes, negociamos y nos respetamos. Eso significa que sé exactamente qué puedo y qué no puedo hacer aquí, con ustedes, los vecinos del pequeño edificio despintado de cuatro pisos –.
Tras un breve silencio, y viendo que Juliana no respondía, volvió a hablar con su voz serena y aguda, como si hubiera cambiado de personalidad nuevamente.
– Así que, querida, vuelvo a preguntar: ¿Qué estás dispuesta a hacer? –.
El rostro de Juliana mostraba una sorpresa evidente. Sus ojos, bien abiertos, estaban fijos en la sonrisa maniaca de Román, mientras el mar de ojos observaba en atento silencio.
– Amo a Igor más que nada en este mundo – dijo ella con una voz temblorosa.
Su expresión se había vuelto triste. De manera sorpresiva, Román también cambió su expresión, mostrando una culpa genuina.
– Si tan solo me pudieras decir si está vivo, por favor. Es lo único que te pido –.
Lágrimas brotaron desde sus ojos, trazando un camino húmedo en sus cachetes morenos.
– ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! – repetía, mostrando una tristeza profunda.
De repente, el cuerpo de Román comenzó a estremecerse de adelante hacia atrás. Gotas de sudor aparecieron de su frente y su cuello, humedeciendo su traje negro.
– Continúa hablando… ¡Por favor, bebé!… Sigue llorando… sigue así – dijo él, intensificando su temblor.
El público volvió a animarse. Una mezcla de carcajadas, aplausos y silbidos llenó el ambiente. Los tres, confundidos, no lograban entender el motivo del alborozo ni la extraña actuación de Román.
– ¡Por favor!… ¡Por favor, bebé! Sigue hablando ¡Ya casi termino! – gimió el Chef, estremeciéndose aún más.
Los tres, como si la misma idea hubiera llegado al mismo tiempo a sus cabezas, voltearon debajo de la mesa. Los genitales del Chef estaban de fuera, una erección completa. Sus manos, deslizándose rápidamente. El escándalo del público incrementó de intensidad, estaban enteramente extasiados con el espectáculo.
– ¡Ya casi acabo! – gritó el Chef una vez más.
Por instinto, los tres retrocedieron, pero fue demasiado tarde. Los ojos del Román apuntaban hacia la otra cabecera. El rostro de Juliana, al darse cuenta de que el semen había alcanzado su mano, se frunció lleno de ira, mientras él jadeaba y sudaba intensamente.
– ¡Qué te sucede, pinche puerco! – gritó ella, enfurecida, levantándose de su silla.
Tras este suceso, un silencio absoluto permeó el salón por unos momentos, hasta que súbitamente…
(¡Pum!… Pum!…)
De nuevo sonó la alarma. El Chef se puso de pie, mostrando su característica sonrisa rosada.
– ¡Damas y caballeros! ¿Y cómo decimos? – exclamó hacia el público, justo cuando la alarma cesó.
– ¡El que se enoja, pierde! – gritaron todos al unísono.
– ¡Ahora, el momento más importante del evento! ¿Cuál será el castigo? ¿Será acaso un brazo? – preguntó, señalando un lado del dado.
Runa palideció, su rostro se transformaba en una máscara de miedo puro y profundo arrepentimiento.
– ¿O tal vez una pierna? ¿La izquierda? ¿O la derecha? – continuó, señalando otro lado del dado con cada pregunta. – ¿O tal vez ambas? ¿O quizá, nada? – agregó, lanzando el dado al aire. – ¿O quizá…
El dado aterrizó en la mesa, rodando rápidamente. La sonrisa del Chef se amplió aún más, observando ansiosamente. El sonido de las tarolas resonó desde las bocinas.
(¡Pum!… Pum!…)
El Chef soltó una carcajada incontrolable, rodando por el suelo, sosteniendo su estómago y pataleando como un animal. El dado no mostraba un número, sino un símbolo: una cruz dorada.
Tres meseros robustos se acercaron a la mesa y formaron una barrera en el balcón, bloqueando cualquier salida y empuñando un arma. El cuerpo de Runa se expandía y contraía rápidamente, indicativo de un ataque de ansiedad.
< Tienen que llegar, tienen que llegar, tienen que llegar > pensaba, observando frecuentemente su reloj y a la puerta de la entrada.
El Chef, aun rendido ante espasmos de risa, se levantó, se limpió las lágrimas de sus gordas y grasientas mejillas, y con su mano, aún sucia de semen, tomó la barbilla de ella.
– Antes de continuar, como soy una persona bondadosa, a diferencia de lo que podrán pensar, les ofreceré otro de mis famosos consejos. Todo esto un lunes, ¡qué afortunados son! – anunció el Chef.
< ¡Por qué no llegan! ¡Por qué no lo planeé mejor! > pensaba ella a gritos.
El local estaba atiborrado, y su público extasiado, quienes observaban la escena con la misma fascinación con la que un niño mira a su madre por primera vez.
– El mundo, bebé, es un lugar salvaje, mucho más salvaje de lo que crees – aseveró, agravando la voz como un demonio. – ¡Mucho más salvaje! ¡Mu…
Su discurso fue interrumpido por él mismo, aullando como lobo y sufriendo espasmos de risas descontroladas simultáneamente.
– …cho más salvaje! – exclamó, regresando a su tono demoniaco.
El trastornado personaje actuaba con una demencia espontánea y oscura que hacía parecer al loco de la mujer imaginaria como un ángel cuerdo e inofensivo.
– Esas personas, como tú, que dicen: “es que las cosas no deberían ser así”, me dan asco. ¿Cómo verga deberían ser entonces? ¿Una utopía? ¿Un reino de ensueño con criaturas mágicas y unicornios cagando estrellas fugaces? – cuestionó con un tono burlón. – ¿Un mundo de felicidad perpetua, cantando odas al amor y a la compasión? ¿Donde uno es libre de hacer lo que se le hinchen los huevos, sin que su vida peligre? ¿Donde uno pueda caminar libremente hasta en los lugares más infames y andar pidiendo favores sin dar algo a cambio? ¿Donde una mujer tan hermosa como tú pueda vestirse a su gusto sin atraer a toda la escoria? – agregó, señalándose a sí mismo y riendo con el público. – No, mi amor, despierta. El mundo no es un cuento de hadas, y jamás lo será. Esa utopía que tu cerebrito ha creado no es más que un reflejo de tu inmadurez, ignorancia y narcisismo. Prefieres maquillar la realidad para que se ajuste a tu novela rosa, en vez de aceptar la verdadera naturaleza de este mundo – agregó y calló unos momentos, permitiendo a los comensales terminar de escribir sus palabras en una servilleta. – Y entonces, cada mañana te despiertas, enfrentando una realidad que es una verdadera basura, lejos de tu fantasía. ¡Por eso eres infeliz! ¡Por eso sufres! ¡Por eso te consumes en tu propio rencor! ¡Por eso eres tan manipuladora! ¡Porque quieres controlar vanamente un mundo incontrolable! – exclamó, arreciando la voz. – Pero bueno, ¿quién soy yo para juzgar esos sentimientos, no es cierto? – agregó entre risas y dando indicaciones a sus esclavos quienes, de inmediato, la sujetaron, acostándola boca arriba contra la mesa.
Los trastes y la comida cayeron al suelo cuando los guardias aprisionaron a Runa contra la mesa. Ella se defendía con todas sus fuerzas, gritando, y dando patadas aleatorias, sin embargo, la fuerza de los hombres era increíblemente mayor a la suya.
< ¡Por mierda qué no llegan! ¡Por qué! > pensaba mientras luchaba y observaba la puerta del bar al revés, entre forcejeos.
– Y no llegarán, mi amor – dijo él como si hubiera leído su pensamiento. – Este mundo nunca estuvo diseñado para ser perfecto como quieres que sea. Esa es una idea inmadura y estúpida. La vida es difícil. El mundo es salvaje. Te descuidas y ¡Poom! Estás muerto – agregó, mientras un guardia le entregaba un hacha de aspecto amenazante. – Nunca lo olviden: el mal debe existir porque… “las llamas del infierno son las únicas escaleras hacia el cielo”.
– ¡Estoy dispuesta a hacer lo que quieras! ¡Lo que quieras! – gritaba ella desesperadamente, como lechón a punto de ser sacrificado. – ¡Te prometo! ¡Lo que quieras! ¡Cualquier cosa! ¡Lo que…
El Chef, como si estuviera en un trance de locura, levantó el hacha y lo descargó con brutalidad sobre la clavícula de Runa. La sangre se esparció en un arco, cubriendo los rostros horrorizados de los espectadores en primera fila. Retiró el hacha, inhalando profundamente, y descargó un segundo golpe en el mismo lugar. El brazo y parte del hombro de Runa se desprendieron, cayendo al suelo con un sonido sordo. El Chef, con una sonrisa grotesca, lanzó el miembro amputado al público, que lo recibió con fascinación. Tomó un respiro, absorbiendo la energía extasiada de los comensales y…
Un tercer golpe partió el aire. El torso de Runa estaba irreconocible, el corte había penetrado hasta la parte inferior del esternón. Un cuarto hachazo. Un quinto. Un sexto. Los guardias ya no necesitaban sujetar el cuerpo inerte. El Chef, encarnando una figura diabólica, parecía crecer en estatura y crueldad con cada golpe. Tras una pausa para recuperar el aliento…
Séptimo. Octavo. Noveno. Décimo. Cada hachazo era acompañado por exclamaciones de la multitud, que oscilaban entre el terror y la excitación morbosa. La figura del Chef, bañada de sangre de su víctima, jadeaba con una sonrisa. Luego, se limpió el sudor de la frente y…
Undécimo. Duodécimo. Decimotercero. Decimocuarto. Un objeto cayó y luego rodó por el suelo, atrayendo su atención. Román se agachó y levantó la cabeza de Juliana, sosteniéndola de los cabellos para que todos la vieran, ocasionando que girara trescientos sesenta grados. En su rostro decapitado, una expresión de miedo puro, al igual que las otras cabezas de su colección. Los comensales estaban vueltos locos, gritando de placer. Hace mucho presenciaban un espectáculo como éste.
– ¡Ahora me perteneces, preciosa! – dijo, sosteniendo su cabeza con ambas manos y observándola locuazmente. Después se la llevó hacia sí, y comenzó a besarla, llenándose la boca de sangre. – ¡Aún estás fresca princesa, como me gusta! ¡Y falta que veas lo que voy a hacer después! – dijo, riéndose a carcajadas, antes de voltearse hacia Gregor y Tara. – Sería todo un desperdicio dejar que tan hermoso cuerpo se pudra ¿No creen? – comentó, colocando la cabeza fresca en la mesa desordenada.
Se agachó nuevamente y comenzó a lanzar los restos del cadáver hacia el público que habían caído al suelo. Órganos y pedazos irreconocibles de carne cayeron desde el balcón. Abajo, se había desarrollado una contienda armada entre comensales. Se amontonaban como hormigas, unos arriba de otros, tomando lo que podían, siempre agradecidos con él: el Chef, gran proveedor del pueblo.
– Miren, ésta es mi parte favorita… para que no se queden con hambre – dijo, dirigiéndose a Gregor y Tara.
Con sus manos aún manchadas de sangre y de semen, recogió los ojos de la cabeza cocida que, tras el altercado, yacía en el suelo. Con delicadeza, los depositó en los platos de sus invitados, que aún permanecían en la mesa.
– Todo un manjar para después del espectáculo ¿No creen? – dijo con su voz aguda. – ¡Ah! ¡Por cierto! ¡Casi se me olvidaba! ¡No vayan a pensar que no soy hombre de palabra! ¡Igor está muerto! – agregó, soltando la carcajada más larga y macabra de la noche.
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