Paralelo – Capítulo 40: La Danza
Permaneció en un estado de convalecencia durante un largo rato, en un sueño tan profundo y vívido que, en su duración, se confundía con la realidad. Sin embargo, al despertar, los detalles de ese sueño se esfumaron, dejándolo sin ningún recuerdo claro de lo experimentado.
Al abrir los ojos, el viento y el sol acariciaron su piel con una suavidad reconfortante. Se levantó con firmeza, como si su cuerpo se hubiera recuperado por completo de todas sus heridas, y emprendió su camino hacia el norte. El paisaje a su alrededor era deslumbrante. Observaba cada detalle con una atención nueva, permitiéndose ver las cosas desde una perspectiva desconocida. El cielo despejado y azul cobijaba un sol que bañaba con su luz dorada las calles de una ciudad llena de historias y contrastes. Majestuosos edificios modernos de arquitecturas variadas reflejaban los rayos dorados, ocasionando un brillo que celebraba el día templado. Cada paso que daba iba acompañado por el canto alegre de los pájaros en medio del bullicio urbano.
Rápidamente llegó a un parque, en medio de la ciudad, donde observó la vida de los ciudadanos acontecer. Una familia de tres, compuesta por un padre, una madre y su hija, deambulaba serenamente por las avenidas, saboreando helados que parecía llenarlos de felicidad; un vendedor ambulante, detrás de su carrito repleto de mercancías variadas, ofrecía sus productos a los transeúntes con una sonrisa generosa; mientras tanto, un organillero, acompañado por su viejo instrumento, llenaba el ambiente con melodías desentonadas pero cargadas de un espíritu jubiloso y folclórico. Era un cuadro pintoresco de la vida urbana, donde la existencia fluía a un ritmo armonioso.
Rodeado de gente, continuó su caminata. Poco a poco, la vida de la ciudad reveló otras facetas. Observó cómo un auto antiguo, cuidadosamente restaurado, serpenteaba lentamente por la calle, mientras su conductor saludaba amablemente a todo transeúnte con el que cruzaba miradas; grupos de amigos reían y compartían historias, caminando lado a lado; incluso una pareja de turistas, claramente maravillados por la energía que emanaba de la ciudad, se detenía de tanto en tanto para capturar momentos con su cámara. Cada personaje, cada escena, era una pieza única de este nuevo y desconcertante mundo paralelo.
Atrapado por el asombro y la belleza que lo rodeaban, Gregor se detuvo en el centro del parque, frente a una fuente. La emoción lo embargó hasta tal punto que, sin poder resistirlo más, se arrodilló, dejando que las lágrimas fluyeran libremente por sus mejillas. Fue entonces cuando una epifanía, tanto racional como vivencial, lo impactó una fuerza colosal. Lo que sus ojos veían desplegarse ante él era nada como lo que había visto hasta ahora, un patrón universal de existencia y armonía, la misma Danza del mundo. Esta profunda realización le otorgaba un conocimiento extraordinariamente poderoso, permitiéndole ver la Danza manifestarse en cada aspecto de la creación. Por ejemplo, entre un hombre y una mujer, donde a pesar de que su Danza en ocasiones pudiera asemejarse más a una lucha, su armonización puede desatar las emociones más intensas que un ser humano es capaz de sentir. Más aún, en esos momentos sublimes en que ambas almas se fusionan y se hacen uno, pueden dar origen al milagro de la creación de una nueva vida. O la Danza política, donde las fuerzas de la derecha y la izquierda, pese a significar cosas distintas en cada país, son necesarias y complementarias, tanto para conservar un sistema ordenado y funcional, pero también para impulsar su evolución y progreso. O la Danza de lo finito y lo infinito, aquel espacio donde fenómenos se concatenan para crear otros de mayor complejidad en una cadena interminable, similar a un fractal de fractales, permitiendo milagros, como la vida misma que, así como surge, muere. O la Danza del Ser, donde pensamientos y emociones fluctúan, a menudo de maneras misteriosas, revelando las múltiples facetas de nuestra personalidad. O la Danza de la naturaleza y el cosmos, artífice de los panoramas más sublimes, aquellos que raramente nos detenemos a admirar: desde el elegante vaivén de un árbol mecido por el ritmo del viento, o el oleaje del mar bajo el ocaso que tiñe el horizonte de distintos colores en cuestión de minutos, o el resplandor en movimiento de las estrellas en el manto oscuro del cosmos. O la Danza de las ideas, que se mueven a través de la sociedad como espíritus y demonios, influyendo sutilmente el pensamiento y las acciones de las personas, moldeando la cultura y el progreso. O la Danza entre el bien y el mal, que no solo es el pilar sobre el que se erigen los fundamentos éticos que guían la conducta humana, sino que también actúa como una luz que ilumina nuestro sendero, contrastando con las sombras que nos desafían a encontrar la salida. O la Danza de la causalidad, que a veces actúa como un juez implacable sobre nuestras acciones, premiándonos generosamente o castigándonos sin misericordia. Todo esto, y más, se revelaba ante Gregor. La Danza del mundo, el Poder de la Palabra, el Verbo: Dios.
– ¿Ahora ves lo que te he tratado de decir? ¿Ahora me entiendes? – dijo una voz, antes lanzar una risa familiar.
Ernesto Santos apareció junto a él, posando su mano sobre el hombro de Gregor, aún arrodillado. En su presencia se percibían dos emociones en el viejo: una alegría contagiosa y una lástima compasiva. Incapaz de articular palabra alguna, Gregor se encontraba inmovilizado, no por el miedo, sino por la magnitud de lo que percibía. En ese instante de clara comprensión, captó la totalidad de su propósito en este mundo, así como la misión que la Danza del mundo encomienda a la humanidad: crear. ¿Crear qué? Cualquier cosa: una familia, un hogar, un cuerpo saludable, un círculo social, una filosofía de vida, una pintura, una innovación tecnológica, una obra literaria, lo que sea. Y adicional a esta comprensión, sentía un Poder como ninguno otro, una fuerza que le hacía sentir, por primera vez, plenamente capaz de hacer realidad cada uno de sus proyectos y anhelos, todo aquello que alguna vez había deseado.
– Lo estás viendo, ¿verdad? – agregó el viejo, intensificando sus emociones y apretando con suavidad la mano que reposaba en el hombro del arrodillado.
En ese momento, Gregor comprendió la advertencia sobre el peligro inherente al conocimiento desvelado en las profundidades del pozo. Una soledad abrumadora lo consumió al instante. En este nuevo mundo, Ernesto Santos se erigía como el único ser de carne y hueso, una isla de humanidad en un océano de figuras talladas en madera. Era el último personaje real y vivo, su única compañía, la única que necesitaba.
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