Paralelo – Capítulo 36: Vida
La atmósfera era fresca y energética, donde cada respiración parecía generar una estática eléctrica al rozar con la piel de sus fosas nasales. A medida que sus ojos se ajustaban a la penumbra, las sombras estáticas proyectadas por las chispas efímeras del encendedor sin combustible que sostenía comenzaron a revelar formas y texturas previamente ocultas. El suelo, irregular y cubierto de piedras sueltas, se extendía en un túnel, a penas lo suficientemente amplio para una o dos personas.
A lo lejos, podía distinguir el murmullo constante de un río subterráneo. La idea de agua cercana revitalizó su espíritu, y con renovado propósito, decidió seguir el sonido en busca de un alivio para su sed. Mientras avanzaba, el espacio estrecho se abría, dando paso a bifurcaciones y formaciones rocosas que se tornaban más complejas y majestuosas, creando un laberinto natural de belleza y peligro. Las estalactitas descendían del techo como agujas de cristal, mientras que las estalagmitas surgían del suelo, esculpidas por el tiempo en figuras tenebrosas que parecían vigilar el paso de los intrusos.
En su empeño por seguir el sonido del agua, no se dio cuenta de cómo el laberinto de rocas y sombras empezaba a confundir su sentido de la orientación. Cada vez que la luz del encendedor iluminaba las paredes de la cueva, las sombras transformaban el camino conocido en un entorno extraño y desconocido, incrementando la sensación de ansiedad en su interior.
(¡Shiiik!… ¡Shiiik!….)
Durante treinta minutos avanzó, guiándose por las bifurcaciones donde el murmullo del río sonaba más nítido. No obstante, a ratos, el rumor del agua parecía emanar de todas direcciones, un eco mofador en la inmensidad de los túneles subterráneos. Un temor se anidó en su pecho. La conciencia de estar irremediablemente perdido lo impactó con la fuerza de un tractor, consciente de que, de morir en ese lugar, su cuerpo nunca sería hallado.
(¡Shiiik!… ¡Shiiik!….)
El silencio era total, solo interrumpido por su respiración agitada y el chasquear ocasional de su encendedor, cuyas fugaces llamaradas ya no brindaban consuelo, sino que subrayaban su soledad. La tensión se acumulaba en sus hombros en su esfuerzo por mantener la serenidad, intentando recordar cada desvío y cada contorno rocoso que había observado. Pero, bajo la luz errática de su encendedor, todo parecía indistinguible.
(¡Shiiik!… ¡Shiiik!….)
La penumbra asfixiante vibraba, como si tuviera vida propia, y por un instante, percibió los muros de la cueva convergiendo hacia él, como si estuviera a punto de ser tragado. En ese momento de desesperación, comprendió la magnitud de su situación: estaba solo, perdido en las entrañas de la tierra, con la única compañía de su tenue esperanza de encontrar agua.
< ¡No te rindas! > surgía espontáneamente de su cabeza cada que se sentía derrotado. < ¡Tienes que ser un guerrero! ¡Sé fuerte! ¡Tú puedes! ¡Tienes que seguir! > se repetía como un mantra.
Armado con esta autosugestión, Gregor lograba momentáneamente disipar el terror, recargándose de un vigor renovado para enfrentarse al enigma de pasadizos pedregosos. Sin embargo, este aliento era efímero, pues el temor y la claustrofobia pronto se reinstalaban, implacables. A esto se sumaba una sed voraz que agudizaba su padecimiento, empujando su existencia hacia una lucha básica por sobrevivir, donde la lógica y la habilidad para resolver problemas se desvanecían, dejando solo el instinto.
< ¡Sé un guerrero! ¡Sé fuerte! ¡Tú puedes! ¡No te rindas! >.
Después de horas de errar por aquel laberinto subterráneo, alternando entre pausas forzadas por el miedo y el dolor físico, y avances impulsados por la supervivencia, el sonido del río lo envolvió con una claridad cristalina. Con el corazón acelerado, se dirigió hacia la promesa de agua. Tropezó en un par de ocasiones, chocó contra una pared fría, y luego giró a la derecha.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
De forma inesperada, divisó un suave rayo de luz pálida filtrándose a través del suelo. El sonido del río, transformado ahora en un rugido ensordecedor, lo llamaba desde esa dirección. Movido por una mezcla de desesperación y esperanza, se precipitó hacia ella, desoyendo el instinto que le gritaba precaución. El terreno bajo sus pies cedió ligeramente, indicando el borde precario del túnel. Mirando hacia abajo, el río reveló su furia: aguas embravecidas que se retorcían y chocaban contra las paredes rocosas con una fuerza colosal.
Se agarró firmemente del borde con su mano izquierda, extendiendo la otra en un intento vano de tocar el agua; apenas unas escasas gotas lograron rozar su palma, pero nada que pudiera beber. Tras un breve momento de respiro, lo intentó de nuevo, esta vez anclando su mano en una roca saliente del túnel vertical. Justo entonces…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
La mano de Gregor resbaló, y su figura entera se precipitó por el túnel. Un golpe contundente en el hombro fue solo el preludio de otro más severo en la cabeza, antes de que la brutalidad del agua lo envolviera, inundando su boca y nariz con su fría presencia. La capacidad de dirigir sus movimientos se esfumó, al igual que su comprensión de la situación. El rugido del agua ensordecedor llenaba sus oídos mientras luchaba en vano por respirar, tragando agua en su desesperada búsqueda de aire.
La violencia del río no cesaba, cada golpe contra su cuerpo lo sacudía sin piedad: primero una piedra golpeaba su cadera, luego otra golpeaba su pierna, seguida de un impacto doloroso contra su cabeza. Ansiaba protegerse, pero el torrente impetuoso lo arrastraba sin tregua, lanzándolo de un lado a otro. Otra piedra azotaba su pierna, luego su brazo encontraba un destino similar. Un pensamiento efímero se abrió paso en su mente turbada: la resignación ante la inminencia del fin. Se rindió a la fuerza avasalladora del río, permitiendo que su cuerpo se relajara por completo. Pero justo en el instante en que aceptó su destino, el tumulto caótico a su alrededor se detuvo de golpe.
< ¿Estaré muerto? > pensó, envuelto en el repentino silencio.
Súbitamente, sintió una fuerza arrolladora arrastrándolo hacia abajo. Caía vertiginosamente hacia lo desconocido, acelerando con cada segundo. Sus ojos se abrieron de golpe. Por un instante vio una luz, pero antes de poder discernir su origen, se encontró flotando en la oscuridad. Pasaron varios segundos antes de que comprendiera lo sucedido: había sido expulsado por una cascada y ahora se encontraba flotando en un lago subterráneo.
Con urgencia, nadó hacia la superficie y tomó una bocanada de aire desesperada. Había sobrevivido. Tosió, expulsando el agua de sus pulmones, y tras recuperar el aliento, escudriñó su entorno. Estaba en un vasto acuífero subterráneo. Las paredes rocosas, cubiertas de musgo, se elevaban hacia lo que parecía ser la superficie. Rayos de sol se filtraban por las fisuras de la bóveda rocosa, iluminando parcialmente una isla en un extremo de la cueva. Con lo poco que le quedaba de energía, nadó en esa dirección.
Al alcanzar la orilla, se arrastró fuera del agua, sorprendido al encontrar el suelo revestido de un verde pasto y musgo. Exhausto, pero a salvo, se dejó caer de espaldas, acogiendo el suave lecho natural y el cálido consuelo de los rayos del sol sobre su piel. Los ojos se le cerraron casi sin querer, y se abandonó al descanso, entregándose por completo al sueño.
Mientras yacía en su estado de somnolencia, sintió un ligero cosquilleo en sus mejillas y nariz. Aún medio dormido, se rascó el rostro y se giró buscando una posición más cómoda. Sin embargo, el cosquilleo regresó, esta vez despertándolo por completo. Se incorporó de un salto, recorriendo rápidamente su entorno con sus ojos.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
No estaba solo. Un conjunto de pequeñas criaturas peludas lo rodeaban, observándolo con ojos negros, vivaces y astutos. Eran animales reales, de carne y hueso, contrastando con los animales de madera. El súbito movimiento de Gregor al despertar dispersó a algunos, pero los más audaces permanecieron cerca, olfateándolo con su nariz de su hocico puntiagudo. Su pelaje variaba en tonos marrón y negro, y uno, el más pequeño, era completamente blanco. Tenían cuerpos esbeltos y alargados, casi serpenteantes, pero con patas. Gregor los contempló por varios segundos, maravillado por su ternura y la sensación de vida que emanaban. A diferencia de las criaturas de madera, estas parecían poseer algo más: una voluntad propia, un espíritu, una presencia viva e inconfundible.
Con cautela, extendió su brazo, acercando su mano hacia la pequeña criatura blanca.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Alarmadas por su súbito movimiento, las criaturas peludas se esparcieron en un frenético intento por esconderse entre las rocas. A pesar del caos, Gregor había logrado apresar a uno de estos seres, que, atrapado, emitió chillidos penetrantes mientras se contorsionaba desesperadamente por liberarse del firme agarre de su captor.
(¡Crac!…)
Una lágrima resbaló silenciosamente por la mejilla de Gregor mientras contemplaba cómo la vida se desvanecía del diminuto cuerpo marrón. Con el peso del remordimiento oprimiéndole el corazón, continuó su cena, devorando con voracidad la presa recién capturada, desgarrando la carne con una crudeza inesperada. Después, se encaminó hacia el lago, donde lavó su rostro ensangrentado y sació su sed con el frescor del agua.
Una vez satisfecho, inició una exploración meticulosa de la cueva, buscando algún camino hacia las oquedades superiores de la bóveda. Sin embargo, rápidamente se percató de que la única forma de alcanzarlas sería trepando de manera arriesgada por las ásperas rocas. En su búsqueda de opciones menos peligrosas, escudriñó cada rincón de la cueva, hasta que sus ojos se posaron sobre un estrecho túnel, precisamente en el lugar donde las criaturas se habían ocultado previamente.
< ¿Debería escalar o aventurarme por el túnel? > reflexionó, indeciso.
Consciente de su debilitado estado físico, tomó una decisión. Secó cuidadosamente su encendedor hasta que su chispa volvió a brillar, y con él en mano, se adentró una vez más en la oscuridad, eligiendo el misterioso túnel como su próximo desafío. El primer chispazo reveló un nuevo camino rocoso ascendente, en esta ocasión sin bifurcaciones. Con el segundo chispazo, observó cómo el musgo de las rocas disminuía a medida que se adentraba en la penumbra. Con el tercer chispazo…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Un movimiento, en la periferia de su visión, captó su atención, provocando que se detuviera en seco. Retrocedió un paso, inquieto. Con la respiración contenida y el pulso acelerado por el nerviosismo, se armó de valor para descubrir el origen de aquel movimiento. Generó otro chispazo con el encendedor, la luz breve pero intensa iluminó aquello que se ocultaba en la oscuridad.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Una gigantesca araña de cueva, de un gris opaco y del tamaño de su mano, emergió brevemente a la luz. Al igual que las criaturas peludas que había encontrado antes, esta araña emanaba una presencia viva y enérgica. Con el corazón latiendo descontroladamente, Gregor chispeó por quinta vez para divisar la nueva criatura, pero en el momento fugaz de luz, observó a la araña moverse con rapidez.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
En un sobresalto, su pie tropezó con una roca traicionera. Sus manos se extendieron instintivamente hacia adelante, encontrando un abrupto final en un charco de agua. Allí permaneció, paralizado por unos segundos, esperando a que se redujera el dolor, pero una sensación cálida y resbaladiza se deslizó entre sus dedos.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Con otro sobresalto, se puso de pie, su corazón aún en una carrera frenética. Desesperado por una pizca de luz, intentó provocar un chispazo con su encendedor para visualizar su entorno, pero el intento fue en vano. El encendedor, mojado, se negó a funcionar nuevamente, sumiéndolo de nuevo en una oscuridad impenetrable. Cada paso era guiado únicamente por el tacto incierto en las frías y húmedas paredes del túnel, con la constante aprensión de un encuentro inesperado con la fauna oculta.
El camino se volvió más árido y las rocas más afiladas, cada paso un desafío a su determinación. Tropezó con piedras sueltas y chocó contra estalactitas bajas. Su cuerpo se movía con una urgencia que no conocía hasta entonces. Afortunadamente, su marcha temerosa fue recompensada por un destello de luz que perforó la oscuridad como un faro de esperanza en la lejanía. El corazón de Gregor latió con fuerza y sus pies cobraron vida propia, moviéndose involuntariamente con una urgencia desesperada. La luz se hacía más brillante, más acogedora con cada esfuerzo, prometiendo libertad y aire fresco. Finalmente, tras lo que pareció un largo tiempo, emergió de la estrechez del túnel a un espacio abierto bañado por la luz del día. El alivio que sintió al cruzar ese umbral fue abrumador, una sensación de renacimiento.
Al emerger, fue momentáneamente cegado por la luz, pero a medida que sus ojos se adaptaron, la vista que se desplegó ante él lo dejó atónito. Se encontraba ante un viejo pozo abandonado en medio de un bosque desolado. Las ramas desnudas de los árboles se entrecruzaban, filtrando los tenues rayos de un sol oculto tras nubes, sumergiendo el paisaje en tonos casi monocromáticos, como si el mundo hubiera perdido todo color, quedando reducido a meros grises. Aunque aliviado de haber salido de la cueva, algo en aquel lugar le causaba un escalofrío profundo.
Con paso cauteloso, se acercó al pozo.
(¡Crsh!… ¡Crsh!… ¡Crsh!…) (¡Pluck!…)
El crujido de las hojas secas bajo sus pies creaba una melodía otoñal, acompañada por el sonido metálico de un balde impactando contra el borde irregular del pozo. Mientras tanto, el viento, desatando su fuerza con una intensidad tanto violenta como inesperada, se convertía en el director de una orquesta salvaje, impulsando a las hojas a elevarse en torbellinos momentáneos. Estas danzas caóticas, esculpidas por ráfagas caprichosas, creaban patrones que infundían melancolía al ambiente monocromático, dibujando sombras vivientes sobre el suelo del bosque.
Al llegar junto al pozo, el viento, como si obedeciera a un comando invisible, cesó abruptamente su danza, dejando un manto de hojas dispersas a sus pies. Ante él, sobre el antiguo brocal de piedra que circundaba la boca del pozo, apareció una inscripción dorada.
Diez mil escalones para llegar al fondo. Diez mil escalones para llegar al infierno. Diez mil escalones para encontrar a Dios.
Decía con una elegante letra manuscrita que brillaba intensamente, contrastando con la tenue luz del entorno.
El pozo, aparentemente vacío, ocultaba en su interior una escalera metálica que descendía en la oscuridad, semejante a un túnel hacia el abismo.
Gregor retrocedió, inundado de dudas y miedo. Parte de él sospechaba que debía descender al pozo, pero la idea le aterraba, paralizándolo por completo.
< Puedo intentar hallar otra salida en el bosque muerto, regresar al mundo conocido, incluso volver a mi refugio y enfrentar las consecuencias. O quizás, alejarme para siempre de la ciudad, como Tara había propuesto > pensaba desesperadamente en distintas opciones, cualquier opción le parecía mejor que descender.
Permaneció inmóvil frente a la placa dorada, congelado por el tiempo y el silencio. Luego, empujado por una fuerza invisible, dio un paso hacia atrás, luego dos, y tres más, creando distancia entre él y el mensaje enigmático.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Justo entonces, el viento cobró vida de nuevo, más feroz que antes, levantando hojas en torbellinos frenéticos que danzaban en el aire con una energía renovada, casi como si estuvieran transmitiendo un aviso urgente. A pesar de la turbulencia que lo rodeaba, Gregor se mantuvo allí, absorbido en sus pensamientos, entendiendo el mensaje que el mundo le estaba diciendo sobre su destino y evitándolo a toda costa. Dio un cuarto paso hacia atrás, luego un quinto, y justo cuando se dispuso a retirarse por completo, giró ciento ochenta grados para alejarse, pero en ese instante…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Se dio cuenta de que no estaba solo. Un gigantesco león se acercaba. A primera vista, parecía esculpido en madera, desde sus melenas onduladas hasta las imponentes garras. Sin embargo, al igual que los demás animales, a pesar de su aspecto pétreo y rígido, se movía con una fluidez asombrosa, como si la naturaleza y el arte se hubieran fusionado para dar vida a esta criatura.
El león, en su majestuosidad, se aproximó a Gregor con pasos mesurados, cada movimiento irradiando una elegancia y fuerza incomparables. Lo cruzó con una indiferencia soberana, giró su imponente figura y, finalmente, se acomodó junto al pozo, fijando en él una mirada penetrante con sus ojos resplandecientes de un turquesa intenso. Desde cerca, la magnitud del león era aún más sobrecogedora, su estatura casi duplicaba la de Gregor, quien, petrificado por el temor, no podía apartar la vista de este visitante imponente. La sola idea de un golpe de sus poderosas garras bastaba para entender la fatalidad de su fuerza.
Con extrema cautela, Gregor intentó retroceder un paso, pero el mero roce de su pie contra el suelo desencadenó un rugido ensordecedor por parte del león, una explosión sonora que lo inmovilizó una vez más. La bestia, sin embargo, no avanzó; se limitó a rugir, clavando de nuevo en el pequeño humano una mirada casi evaluadora. Permanecieron así, inmersos en un silencio tenso, hasta que, sin previo aviso, el león se levantó y, como un fantasma, se desvaneció entre los árboles, arrastrando consigo el viento y dejando a Gregor solo con la inmensidad del bosque, sujeto únicamente a la libertad de su propia voluntad.
La posibilidad de huir sin mirar atrás se abrió ante él. No obstante, algo en su interior se transformó de manera abrupta: se encontró aceptando su destino. Con un sentimiento agridulce de tristeza y resignación, se acercó al pozo, permitiéndose un momento para contemplar de nuevo el mensaje inscrito en la placa dorada.
Diez mil escalones para llegar al fondo. Diez mil escalones para llegar al infierno. Diez mil escalones para encontrar a Dios.
Con una respiración profunda que buscaba reunir el coraje disperso, se asomó al brocal del pozo. La escalera metálica descendía en espiral hacia lo desconocido. Sin permitirse dudar más, escaló el brocal, colocó su pie en la escalera, y finalmente, comenzó su descenso.
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