Paralelo – Capítulo 35: Baile al son del mundo
Al abrir los ojos, se encontró bajo un cielo que había mutado a un tono azul marino, cubriendo una atmósfera neblinosa y fresca.
< ¿Estaré muerto? > fue el primer pensamiento que cruzó por su mente al despertar.
Intentó levantarse, pero su cuerpo se desplomó en seguida. El dolor intenso y una sed abrasadora, que indicaba varias horas de inconsciencia, lo consumían. Su hombro derecho estaba dislocado y sentía un agudo dolor en el pecho que sugería costillas rotas.
Se encontraba atrapado entre dos imponentes muros de roca que se perdían en el cielo azul. No podía estimar la profundidad del abismo donde había caído, decenas o quizás cientos de metros, pero era claro que, en su estado, escalar los muros era imposible.
Con un esfuerzo titánico, logró sentarse, lo que le permitió examinar mejor su entorno. Estaba en el corazón de un bosque denso, rodeado de hongos colosales que se elevaban por encima de cualquier estatura humana, probablemente amortiguando su caída. El lugar parecía sacado de un cuento de hadas, un escenario mágico, que hasta ahora solo había existido en su imaginación.
Permaneció sentado, recuperando fuerzas algunos minutos antes de poder levantarse. Una vez de pie, miró ambos extremos del barranco, evaluando hacia dónde dirigirse. Un extremo brillaba con más luz, mientras el otro se sumía en una oscuridad creciente. Sin embargo, lo extraño fue que, al ver el extremo iluminado, un escalofrío recorrió su columna, erizando su piel. Entonces, quedó ahí, vacilante sobre su decisión por unos momentos, y luego, voluntariamente se aventuró hacia la oscuridad.
Avanzó por un sendero apenas delineado, transitado por unos pocos aventureros antes que él. Mientras avanzaba, el entorno parecía inmutable, un paisaje repetitivo repleto de hongos que se extendía hacia el infinito. La única señal de cambio fue la transición gradual del cielo hacia un profundo azul nocturno, un indicio del crepúsculo que teñía el firmamento. A medida que la oscuridad incrementaba, los hongos a su alrededor comenzaron a adquirir proporciones gigantescas, erigiéndose como árboles majestuosos. Estas formaciones, con cimas que imitaban sombreros, emanaban un brillo turquesa, iluminando sutilmente el camino.
Intrigado por este espectáculo natural, decidió aproximarse a estas estructuras vivientes para examinarlas de cerca, pero justo cuando estaba a punto de tocar la luminiscencia, un movimiento inesperado aconteció.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
El corazón de Gregor comenzó a latir con fuerza. No había visto claramente la causa del movimiento, pero algo había perturbado la tranquilidad cerca de un hongo gigante. Con cautela y temor, se acercó más para investigar. Dio un paso hacia adelante… dos pasos… tres pasos…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Ahí estaba: una araña de madera colgando de un hilo sedoso que brotaba de su abdomen, tejiendo con sus patas una red intrincada. Fascinado por la pequeña criatura y deseoso de observarla de cerca, Gregor dio un paso más… dos pasos…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
La araña se detuvo, alerta ante la presencia de Gregor. Sus ocho ojos brillaban levemente en la oscuridad, fijos en él. La textura detallada de su superficie y el brillo que emanaba de su cuerpo era un espectáculo extraordinario, sobre todo en aquel abismo oscuro, que permitía a la luz proyectar sombras en todo su entorno.
Cautivado por la criatura, se acercó más: uno, dos, tres, cuatro pasos…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Inesperadamente, la araña se retractó rápidamente por su hilo de seda, ascendiendo hacia la cumbre del hongo. Gregor, atrapado por la hermosura del arácnido, lo siguió con la mirada y, al verlo alcanzar la cima…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Se dio cuenta de que la araña no estaba sola. Cientos, tal vez miles, de ojos luminosos de distintos tamaños lo observaban desde lo alto. Con asombro y desconcierto, Gregor examinó los alrededores, mirando hacia las cimas de los hongos que lo rodeaban, dándose cuenta de que cada uno albergaba a su propia colonia de arañas, un mar de ojos brillantes que lo seguían con atención. Comprendió entonces, que tal vez sería de noche, y que el tono azulado del ambiente no provenía del cielo, sino del resplandor turquesa emitido por las arañas, iluminando su sendero en la oscuridad.
Agradecido por la luz guiadora de estos seres, continuó su camino hacia lo desconocido. Con cada paso, sentía la presencia vigilante de los miles de arácnidos, vigilándolo con curiosidad. A lo largo de su camino, no encontró ninguna salida del barranco. Por el contrario, el sendero descendía cada vez más profundamente. Pero esto no disuadía a Gregor, pues estaba resuelto a seguir el camino que había elegido, adentrándose en aquel mundo desconocido.
Durante treinta minutos, avanzó a un ritmo medido, cubriendo apenas un par de kilómetros. En su interior, se gestaba una batalla emocional intensa: una fuerza abrumadora luchaba por salir de su cuerpo, agitándose con la potencia de un titán a punto de estallar. Esta fuerza, lejos de ser luminosa, era la encarnación de la oscuridad, un poder que empezaba a liberar una marea de emociones negativas tan intensas como indescriptibles.
Su paso se hizo más lento, avanzando ahora con suma cautela, amortiguando cada movimiento en un intento desesperado por controlar esa energía abrumadora. A medida que el tiempo avanzaba, el caos interno se tornaba más indomable, atrapándolo, drenando poco a poco su voluntad de resistir y su deseo de vivir. Sin embargo, un sonido externo lo rescató de este abismo, devolviéndolo a la realidad.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Era una voz, sin duda, pero una que parecía hablar consigo misma a lo lejos, como si estuviera cantando para sí misma, o tal vez recitando un poema en un murmullo apenas audible. A medida que avanzaba, el sonido se tornaba más claro. La voz creaba una melodía solitaria que resonaba entre las paredes de roca.
– “Intangible. Eterno. Sin principio ni fin. La energía amorfa que permea todo ser vivo” – resonaba una voz masculina a lo lejos, imbuida de alegría.
A pesar de la oscuridad que le impedía ver al orador, Gregor se sentía atraído por el tono intrigante de la voz.
– “Barriendo la naturaleza como una ola en el océano, generando cascadas de asombro atemporal” – continuó la voz. – “En el canto de un pájaro, en la frescura del aire matutino. Un claro llamado a despertar nuestra naturaleza interior más allá de la cotidianidad y los miedos” –.
Entonces, entre la bruma, emergió la silueta de un hombre que deambulaba por el bosque.
– “El amor es eterno, el amor es pureza. Es la luz sin fulgor, los rayos del amanecer danzando armoniosamente en la superficie del mar. El amor eres tú, el amor soy yo. Es el conocimiento más profundo, la serenidad del ser, la risa de la tierra, el aliento ilimitado del viento, la maravilla del potencial, el poder del pensamiento, el regalo de la vida, la vibración suprema, la consciencia plena…” –.
Al reconocer al enigmático personaje, Gregor se tranquilizó, avanzando lentamente hasta encontrarse con él.
– “El conocedor. Vida. Amor. Infinito. Dentro de ti. Ahora. Siempre” – dijo el hombre, y al notar a Gregor, se detuvo y se quedaron mirando.
– ¡Mi estimado viajero! ¡Seguiste las señales! ¿Cómo estás? – preguntó con su característica sonrisa pueril y sus ojos bizcos.
Shiva, o Juan, con su figura robusta, estaba cubierto de pequeñas arañas de madera. En su mano derecha, sostenía la más grande de todas.
– He estado mejor, Juan – respondió Gregor con cierta indiferencia.
– ¿Juan? ¿Quién es Juan? – cuestionó, confundido. – Mi nombre es Ernesto, Ernesto Santos – agregó, guiñándole el ojo con una enorme sonrisa desdentada que cubría todo su rostro. – Toma esto – dijo, estirando su mano derecha.
Le ofreció una de las arañas que recorrían su cuerpo, sin prestar mucha atención al lamentable estado físico de Gregor, quien extendió su mano, confundido por el gesto, y aceptó el insecto. El pequeño animal trepó por su brazo hasta posarse en su hombro.
– Hermosas criaturas – comentó Ernesto, mirando simultáneamente el rostro de Gregor y a la araña en su hombro con sus ojos desalineados. – Estos animalitos también forman parte de nuestro mundo. Aunque perciban la realidad de manera diferente, son nuestros amiguitos. Y parece que necesitas uno, para que te acompañe hasta tu destino –.
– ¿Mi destino? – preguntó con una mezcla de intriga y temor.
Ernesto no respondió, su mirada cándida se perdía en la araña que se aseaba meticulosamente en el hombro de Gregor.
– Nuestro encuentro de hoy será muy breve, ya que sé que tienes prisa. Así que toma esto – dijo Ernesto, extendiéndole otra araña con un gesto sereno, desviando la pregunta con su acción. – Ofrece tu gratitud a esta criatura por su existencia y permítele que su energía fortalezca tu ser –.
Con reverencia, Gregor aceptó el regalo, ofreciendo un silencioso agradecimiento al pequeño ser antes de consumirlo.
– Avanza ahora – dijo Ernesto, señalando hacia el camino oscuro. – El tiempo no espera a nadie. No olvides la lección que te impartí aquel primer día: a veces, el caos de la entropía es necesario para que surja mayor complejidad. Sin embargo, en ocasiones, también puede llevar a la destrucción –.
– ¿Cuál es mi destino? – insistió Gregor, preocupado.
No hubo respuesta, tan solo una sonrisa compasiva que ocasionó un escalofrío en Gregor. Sabía que el sendero que se extendía ante él sería el más arduo que jamás había enfrentado. Tras un breve instante lleno de un peso emocional inmenso, mientras Ernesto parecía convivir con las arañas que pululaban en su ser, Gregor, sin pensarlo más, reanudó su marcha.
“You can be the calm words
Spoken by the midnight sea
You can be the full moon
You can be the birds set free”
Mientras Gregor se alejaba, la voz de Ernesto resonaba en inglés, entonando un canto que parecía llevar un mensaje de despedida, lleno de significado y profundidad.
“You can be the sure wind
Purring in the blossom tree
You can be the petals
Falling in the blushing stream
You can be the sunrise
Scattered by the frozen air
You can be the ocean
Held within a single tear
You could be the whole world
You could watch it all unfold
Unfold…”
Fueron las últimas palabras del canto de Ernesto que logró distinguir antes de que su voz se perdiera en la distancia.
Una vez más, envuelto en la penumbra susurrante del bosque, Gregor prosiguió su solitario camino. Durante diez minutos, su única compañía fue la pequeña araña que reposaba sobre su hombro, un silente testigo de su viaje. Al final de este tiempo, se encontró frente a la entrada de una cueva, secretamente anidada entre las rocas, como si guardara los misterios del mundo en su oscuridad. Con un gesto lleno de un cariño inesperado, Gregor se despidió de su diminuta compañera, depositándola con delicadeza sobre un hongo que crecía cerca de la entrada, como si le ofreciera un nuevo hogar. Luego, armándose de valor con un profundo suspiro que mezclaba incertidumbre y una firme resolución, cruzó el umbral de la cueva.
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