Paralelo – Capítulo 19: El Todo Poderoso

La niebla envolvía todo, densa, mientras la multitud de cucarachas se desplazaba por todas las superficies de La Tierra Prometida. A pesar de la avanzada hora, los habitantes, impulsados por la curiosidad y la inquietud, se congregaban en las calles y se dirigían a la plaza central, buscando explicaciones para la invasión repentina. Gregor, motivado tanto por su deber como por la curiosidad, había persuadido a Tara para que lo acompañara a investigar la situación en la plaza. Ambos avanzaban por la banqueta, sumándose a la multitud.

(¡Crack!)

El sonido del aplastamiento de una de las criaturas bajo sus pesadas botas resonó. Evitar pisarlas era casi imposible; estaban por doquier.

Al llegar a la plaza, observaron que la gente se agolpaba frente a un templo con aspecto de carpa de circo. En la fachada, un sacerdote esperaba pacientemente, rodeado de espectadores.

– Ya vámonos – insistía Tara, claramente impaciente.

Gregor vaciló, consciente de que no podía dejar a Tara sola en el largo camino de regreso.

– Dame unos minutos – dijo Gregor, intuyendo que algo trascendental estaba por acontecer.

Súbitamente, como si lo hubiera invocado, las campanas del templo empezaron a repicar con fuerza, convocando a más personas. Dos sacerdotes más aparecieron desde el interior del templo. Uno de ellos era Abraham, una figura conocida.

– Espérame, por favor, es crucial que vea esto – dijo él, provocando una mueca de frustración en ella.

Abraham, tras intercambiar unas palabras en secreto con los otros sacerdotes, regresó al interior del templo. Las campanas cesaron, y un silencio expectante se apoderó de la plaza. La multitud, con la mirada fija en los clérigos, esperaba ansiosamente. Los padres, conscientes de la atención, se acomodaron solemnemente sus togas y las cruces colgantes al cuello antes de dirigirse a la gente.

– ¡Un milagro ha ocurrido! – exclamó uno de ellos con voz potente y resonante. – ¡Dios, en su infinita misericordia y poder, nos ha bendecido hoy con su nueva creación! ¡Una creación que nos brindará energía y saciará nuestra hambre en estos tiempos de carestía! ¡El maná divino! –.

La gente comenzó a mirar sus alrededores, notando la presencia de las miles de cucarachas que se movían entre ellos.

– ¡Vayan! ¡Captúrenlas y coman, agradeciendo la gloria y magnificencia de su Señor! – continuó el sacerdote con un fervor dramático. – ¡Hijos de Dios, celebren este regalo divino que nuestro Creador nos otorga! –.

Pronto, la plaza se convirtió en un hervidero de actividad. La muchedumbre se dispersó en un frenesí, cazando y persiguiendo a las cucarachas con desesperación. Algunos, particularmente los ágiles, capturaban rápidamente a las criaturas y las devoraban con voracidad. Otros, los más lentos y ancianos, se arrastraban por el suelo en un esfuerzo inútil por alcanzar su comida bendita. Incapaces de capturar ninguna, algunos comenzaron a atacar a sus compañeros, arrebatándoles las cucarachas que habían atrapado. El caos se apoderó de la escena, resonando con gritos de rabia, golpes impulsados por la frustración y robos nacidos de la envidia.

– ¡No luchen entre ustedes! – clamaba uno de los sacerdotes, elevando su voz por encima del tumulto. – ¡Dios, el Todopoderoso, el Misericordioso, nos ha provisto con alimento más que suficiente para todos! ¡Celebren su gloria! ¡Den gracias por este milagro! ¡Oh, Dios, Creador de todo lo visible e invisible, bendito seas por todos nosotros, tus humildes siervos! –.

Aquellos que habían consumido los insectos quedaban en un estado de éxtasis, mirando hacia el cielo con una expresión de maravilla. De sus bocas, un resplandor celestial emanaba, disipándose en segundos en el aire.

– ¡Sientan la energía divina! ¡Regocíjense en su obsequio celestial! ¡Adoren a su Creador! Él ha hecho de la Tierra nuestro hogar y del cielo nuestro techo protector. Ha enviado la lluvia para saciar nuestra sed y ahora nos trae este maná para saciar nuestra hambre. ¡Alabado seas, oh Dios, Misericordioso y Todopoderoso, por otorgarnos este nuevo don! – proclamaba el sacerdote con cada vez más vehemencia y convicción, imbuyendo en la multitud un sentido de adoración.

El espectáculo que se había desarrollado frente a sus ojos era fuera de este mundo. Algunos individuos se enfrentaban en combates brutales, mientras que otros, vencidos por el éxtasis, se arrastraban por el suelo o se arrodillaban mirando al cielo con ojos empañados en lágrimas de gratitud y coreando sin cesar “¡Alabado seas Dios, el Misericordioso, el Todopoderoso!”

Inesperadamente, una nube de un vibrante color turquesa empezó a formarse sobre la plaza. Su presencia solo intensificó las emociones ya exacerbadas de la multitud. Las lágrimas de felicidad se transformaron en gritos desgarradores de placer, y lo que comenzó como enfrentamientos por la comida divina, generó en actos de violencia mortal, con cuchilladas despiadadas entre quienes compartían la misma fe, o de variantes tan similares que un observador externo las consideraría indistinguibles.

– Tenemos que irnos, ahora – instó Gregor a Tara, intentando apartarla de la escena, pero ella permanecía inmóvil, hipnotizada por el frenesí colectivo.

La nube turquesa se intensificó, transformándose en un blanco brillante en su núcleo. De su interior, empezaron a surgir relámpagos que danzaban como serpientes de luz en el cielo.

– ¡Alabado seas Dios, el Misericordioso, el Todopoderoso!  – seguía sonando el mantra de la multitud, incluso mientras la atmósfera se cargaba de electricidad y el caos ascendía a un clímax inimaginable.

(¡Pum!… ¡Pum!…)

En ese momento de suspenso, un estruendo descomunal rasgó el aire, seguido por un relámpago colosal que se desgajó del corazón de la nube, estrellándose contra el suelo. El caos que reinaba en la plaza se transformó en terror absoluto. Los gritos de dolor perforaban el ambiente mientras la multitud, en pánico, corría en todas direcciones, empujándose unos a otros en un intento desesperado por sobrevivir. Y, tan repentinamente como había aparecido, la nube se disipó, dejando tras de sí la plaza vacía, excepto por la trágica imagen de una madre abrazando a su hijo, ambos carbonizados, convertidos en cenizas.

– Vámonos, rápido – urgió Gregor.

Comenzaron a caminar hacia una calle que conducía al sur, pero…

(¡Pum!… ¡Pum!…)

– Gregor – se escuchó una voz grave y cercana.

Era uno de los sacerdotes del discurso, su rostro cubierto tras la indumentaria eclesiástica, pero su sonrisa era claramente visible. Lo flanqueaban dos imponentes guardias vestidos en togas similares.

– Acompáñanos, el Sumo Pontífice desea verte – agregó con sequedad.

– No podemos, tenemos que irnos – respondió Gregor con urgencia.

– Insisto. El Sumo Pontífice tiene algo muy importante que decirte. Si decides no venir, está bien, quiénes somos nosotros para impedirlo, pero hoy, eres nuestro invitado de honor – dijo el sacerdote con un tono serio. – En cuanto a ella, no te preocupes. Contamos con las mejores escoltas de la ciudad –.

Gregor permanecía en silencio, reflexionando.

– Tranquilo, ella estará segura – insistió el sacerdote. – El Sumo Pontífice desea mantener buenas relaciones con líderes como tú. Solo quiere hablar contigo, nada más –.

– No te preocupes, vecino, estaré bien – aseguró Tara con una voz que sonaba convincente, y al mismo tiempo no.

Después de unos momentos de vacilación, Gregor asintió. Se separaron en direcciones opuestas: él, siguiendo al sacerdote hacia el templo; ella, escoltada hacia el sur por los guardias.

Avanzaron por la plaza central, ahora casi desierta. Llegaron al recinto donde anteriormente se había pronunciado el discurso, entrando por una puerta de madera pesada, adornada con intrincadas obras de herrería. Dentro, las bancas de madera formaban un semicírculo alrededor de un ábside moderno y minimalista. El silencio del lugar era absoluto, solo interrumpido por el eco de sus pasos.

– ¡Gregor, finalmente has llegado! – exclamó una voz ronca desde el ábside.

– Su santidad – respondió, inclinando la cabeza en un gesto de reverencia.

El sacerdote que lo había guiado, presenciando la solemnidad del momento, se retiró silenciosamente, dejándolos solos.

– Acércate y siéntate aquí, a mi lado, en presencia de los ojos de Dios – indicó Abraham, señalando una silla dorada ornamentada junto a la suya. – Y por favor, llámame Abraham –.

Gregor obedeció, avanzando con cautela hacia el asiento designado. Mientras se acercaba, un sonido adicional se mezcló con el eco de sus pasos, causándole desconcierto. Era la risa clara y despreocupada de un niño, jugando invisible en el vasto recinto. El sonido tenía una cualidad etérea, como si flotara en el aire entre lo real y lo imaginario, creando un ambiente de melancolía.

– Es fascinante – murmuró Abraham, señalando al altar dorado que se erguía majestuosamente frente a ellos.

Era una obra maestra de arte sacro, capturando la esencia divina en su radiante diseño. Dos imágenes se destacaban en el fulgor dorado: uno mostraba a un hombre y a una mujer desnudos, con una serpiente enroscada alrededor del árbol del conocimiento; la otra, una vasta ciudad que se perdía en el cielo infinito. Las imágenes estaban rodeadas de un tapiz de ornamentos y símbolos que contrastaban con el minimalismo del recinto, creando un efecto visual hipnótico, como si el altar se transformara con cada nueva mirada, insuflando vida y movimiento a sus figuras estáticas.

– Una expresión sublime de arte que supera los límites de nuestro tiempo. Hoy en día, sería imposible replicar tal maravilla, y aun así, se reducen a meros ídolos – reflexionó Abraham con un tono lento, característico de un viejo decrépito.

– ¿Qué quiere decir? – preguntó intrigado.

– Incluso las más grandes obras de arte se convierten en ídolos, representaciones imperfectas de lo divino. Los artistas luchan por capturar lo inalcanzable, conscientes de su eterna inadecuación. Se acercan, pero nunca llegan a tocar la esencia de lo absoluto. Una misión perpetua con lo imposible, una travesía poética, si me preguntas –.

Un ataque de tos interrumpió sus palabras, una tos áspera y profunda parecía surgir de lo más hondo de su ser. Al calmarse, miró a Gregor con unos ojos que destilaban sabiduría.

– Permíteme narrarte una historia – repuso con una voz ronca, pero clara.

Levantando su brazo, hizo una seña a la soledad que los rodeaba en el recinto y, tras una pausa, el estruendo de una tormenta sonó a través de unas bocinas, llenando el aire con una resonancia poderosa.

– Era una noche en la selva, una velada donde el corazón de los tres cazadores se enfrentaba al pulso implacable de la naturaleza indómita. – agregó, actuando la historia con sus manos y abriendo sus ojos grises y saltones. – Las gotas de lluvia, como innumerables lancetas, atravesaban el dosel arbóreo, formando un manto acuoso que, junto con la oscuridad de la noche, ocultaba los secretos más profundos. “No te preocupes, querida, regresaremos antes del crepúsculo”, en un alarde de confianza, había prometido a su consorte uno de ellos, palabras que ahora resonaban en su mente. En la espesura de aquel escenario primigenio, un escalofrío recorrió sus espinas dorsales, una advertencia de un espíritu que asechaba en las tinieblas. El rugido de una bestia interrumpió la quietud de la noche, dejando tras de sí un silencio anormal. Era un silencio que parecía estirarse y contraerse a la vez, suspendido entre la vida y la muerte. Y fue entonces, bajo el manto del cielo tempestuoso, que un relámpago, como la lanza de Zeus, reveló la silueta de la criatura en movimiento. Una manifestación de la naturaleza en su forma más cruda. En ese instante, la bestia y los cazadores se vieron cara a cara, marcados por el destino. La oscuridad se cernió nuevamente, y el estruendo del trueno se convirtió en el único testigo del enfrentamiento final. Sangre había sido derramada. La bestia, saciada, se deslizó de vuelta a las profundidades de su reino, dejando tras de sí la evidencia de su cacería bajo el silencio sagrado de la muerte –.

Gregor no lograba entrever el significado del relato y se sumergió en un mar de silencio contemplativo.

– Esta narrativa que te he desvelado – continuó Abraham con una voz que reverberaba en los confines del recinto. – no es sino un espejo de nuestra existencia pretérita. Antes de que la agricultura marcara el alba de una nueva era, nuestra especie vagaba sin tierras ni riquezas. Éramos nómadas que se abrían el paso a través de los entresijos de la naturaleza, aprendiendo sus secretos para sobrevivir. Los hombres, forjados en la forja de la evolución con músculos y corpulencia, asumían la carga de la caza, enfrentándose a los riesgos que ello conlleva. Las mujeres, con una sabiduría y una tarea no menos crucial, se dedicaban a la recolección de frutos y al cuidado de la prole en los confines seguros del hábitat. En esta simbiosis de roles, encontraron el equilibrio necesario para desafiar la brutalidad de un mundo gobernado por bestias y espíritus indómitos, así como por otras especias humanas, tan parecidas a nosotros, que solo un ojo adiestrado podría discernir su diferencia, como los Neandertales –.

Con la parsimonia propia de un sacerdote experimentado y de avanzada edad, Abraham se puso de pie. Con pasos mesurados, avanzó hacia el altar. Gregor lo observó con su atención dividida entre el lento deambular del viejo y la risa del niño que aún sonaba en su mente.

– Aquella íntima sintonía con la naturaleza, propia del hombre antiguo, lo llevó a abrazar el animismo, una perspectiva o religión profundamente arraigada en su contexto – dijo Abraham. – No era una cuestión de simpleza o ignorancia, sino una muestra de una era donde la observación meticulosa de los seres que cohabitaban la naturaleza les confería un espíritu, una esencia sagrada, tan sublime como la nuestra. Vivieron en una inocencia divina, ajenos a su propia trascendencia y supremacía – añadió con soberbia. – Así, transcurrieron milenios, entre bestias y espíritus, hasta que un giro inevitable del destino, la agricultura, alteró el curso de la humanidad. La vida nómada cedió ante la sedentariedad, e hicieron de la Madre Tierra, su tierra –.

Gregor, movido por un impulso reflexivo, se levantó y se ubicó al lado de Sumo Pontífice, contemplando el altar que Abraham veneraba.

– Emergieron murallas, límites que definían y protegían su nueva forma de existir – dijo el viejo. – Lo que una vez fue hogar se tornó en un exilio, un paraje hostil, mientras que su pequeño universo amurallado ofrecía no solo refugio, sino un sistema que trajo un superávit como ningún otro y, paralelamente, nuevas ideologías y herramientas que les permitieron gestionar el excedente de recursos: la moneda y la escritura, dos emblemas del ser humano moderno –.

El silencio volvió a cubrir la sala, interrumpido solo por la risa etérea del niño que corría y jugaba en el recinto, mientras que en el rostro de Abraham se dibujaba una expresión cada vez más severa.

– En aquel santuario, ensimismados en transacciones y escritos, los hombres perdieron la capacidad de discernir el espíritu de los animales. Sin embargo, en su lugar, adquirieron la sabiduría escrita y milenaria, que hasta entonces había sido preservada en la oralidad de los ancianos – agregó Abraham. – Este acopio de conocimientos escritos les permitió expandir su entendimiento del mundo, aunque jamás lograron erradicar completamente la incertidumbre. Y es que nuestra innata tendencia a la abstracción se rebela contra lo incierto, rellenando esos vacíos con la intervención de múltiples deidades. Deidades que personifican las fuerzas naturales, los cuerpos celestes y hasta aspectos de la psique humana. Así, a medida que consolidaban su economía y su acervo de saberes escritos, esos dioses comenzaron a transformarse, a fusionarse, a explicar fenómenos cada vez más complejos, hasta que finalmente emergió la unidad conceptual definitiva. Un Dios único, Misericordioso y Todopoderoso – prosiguió con una certeza teatral. – En otras palabras, Dios se erige como la unión de todas las incertidumbres y certidumbres, la síntesis de todos los dioses y conceptos imaginados, la realidad última, la verdad en su forma más pura y absoluta –.

Abraham se giró con una lentitud que medía el paso del tiempo, retomando su asiento dorado. La risa infantil, juguetona y etérea, volvió a llenar el recinto, como una inocencia perdida.

– Pero, la saga de conocimiento humano y su relación con la divinidad no concluye allí – reflexionó Abraham con un tono dramático. – Durante milenios, la noción de una verdad absoluta, un Dios único, reinó en el corazón de sus sociedades, impulsándolas hacia un desarrollo sin precedentes, hacia civilizaciones de esplendor inaudito. Sin embargo, como suele suceder en la historia humana, lo inevitable se precipitó una vez más. Con la llegada de la Revolución Industrial, se desató otra metamorfosis ideológica. El saber escrito se expandió exponencialmente, así como el dominio humano sobre la naturaleza. Lo que una vez fue una unidad se fragmentó de nuevo. Pero esta vez, los nuevos ideales, en lugar de explicar lo inexplicable, explicaban las construcciones de la sociedad humana. Y con este cambio, emergieron nuevas ideologías: capitalismo, socialismo, comunismo, liberalismo, nacionalismo, anarquismo, entre otros. Dios fue declarado muerto, o más bien, fue asesinado, reemplazado por la deificación del ser humano, los nuevos creadores del mundo. Nos erigimos como dioses, y en vez de someternos a la voluntad divina, buscamos que la voluntad de otros individuos se alinee con la nuestra, creando una nueva unidad última: el Yo –.

Calló por unos momentos, observando el gesto pensativo de Gregor con curiosidad.

– En esta era del Yo, la sociedad alcanzó su apogeo, que paradójicamente preludió su ocaso. La ira de Dios, el Misericordioso, el Todopoderoso, desmanteló nuestra pretensión divina y arrasó con todo lo edificado. Y así nos encontramos, tú y yo, habitantes de este nuevo mundo, de este apocalipsis, de este infierno – concluyó con una voz impregnada de un despecho amargo.

Inesperadamente, Abraham se dejó caer de rodillas sobre el frío mármol, elevó su mirada hacia el infinito cielo pintado en la cúpula y extendió sus brazos en una dramática cruz con su cuerpo. Sus palabras, teñidas de una ferviente devoción, resonaron con una fuerza inusitada en el recinto.

– ¡Oh Dios, el Misericordioso, el Todopoderoso! Haz de mi carne una extensión de tu voluntad. Te imploro con humildad. ¡Oh Dios, el Compasivo! Solo a ti te adoro y solo a ti busco en mi súplica. Ilumina a los incrédulos para que puedan contemplar tu majestuosidad, para que abracen tu gloria, para que se conviertan en tus hijos. ¡Oh Dios, dame el poder para curar a los ciegos! – agregó mientras lágrimas fluían en sus cachetes con el mismo éxtasis de la gente que comía cucarachas. Gregor observaba, asombrado y confundido, el despliegue de emociones del Sumo Pontífice.

Terminada su plegaria, secó sus lágrimas y regresó a su asiento dorado.

– Un espectáculo impresionante allá afuera, ¿no te parece? – preguntó Abraham con una seriedad implacable. – La elección es tuya, Gregor. Puedes alinearte con Dios, el Único, el Misericordioso, el Todopoderoso, o sucumbir a la idolatría, a los falsos dioses, al engañoso Yo. Escoge sabiamente, pues la ira divina puede consumir tu existencia, aniquilando todo lo que has construido, todo lo que amas. Tú decides qué decir, a quién y cuándo – agregó clavando sus ojos llorosos en Gregor con una intensidad inquebrantable.

En el rostro de Abraham se dibujó una sonrisa perversa y efímera. Luego, se puso de pie, y caminó hacia la parte trasera del santuario. Antes de desaparecer, se detuvo y añadió.

– Por mi parte, he dicho todo lo que tenía que decir. Regresa con tu amiga, ¿cómo se llama? ¡Ah, sí! Tara. Descansa, pareces haber tenido un día agotador. Yo, por mi parte, me retiro que también necesito reposar. Quédate todo el tiempo que quieras. Nos vemos mañana –.

– ¿Mañana? – inquirió, confundido.

– ¿No te han dicho? Hemos sido convocados – dijo el viejo, antes de desaparecer por los pasillos del recinto.

Gregor se mantuvo sentado unos instantes, sumido en sus pensamientos mientras contemplaba las enigmáticas pinturas frente a él: “Adán y Eva” y “La Torre de Babel”. Finalmente, se levantó y se dirigió hacia la salida, no sin antes percibir el eco etéreo del niño que, en un cambio sorpresivo, había pasado de la risa al llanto y al grito desesperado.

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