Paralelo – Capítulo 17: Artefacto

Descendía con un pesado cansancio en sus pasos y una vacilación que se veía reflejado en cada movimiento. Su curiosidad, casi desbordante, lo impulsaba hacia adelante, pero el miedo se aferraba a él, clavando sus garras en cada escalón desgastado. Había una certeza inquietante en su mente: lo que encontraría en aquella habitación sería algo inesperado, tal vez incluso algo que preferiría no descubrir.

Igor y Runa siempre habían sido personas envueltas en incontables capas de secretos y misterios. Igor, forjado en la desconfianza desde la infancia en un entorno miserable y deprimente; Runa, cuya madurez se vio marcada por traiciones que dejaron profundas cicatrices en su corazón. No eran malas personas, pero Gregor no podía evitar sentir nerviosismo y aprensión al aproximarse a su hogar. No solo por la cucaracha que aún acechaba su interior hermético, sino también porque nunca había cruzado ese umbral. ¿Qué secretos podrá ocultar esa habitación?

Gregor se detuvo ante la puerta, prensando un frasco de vidrio con una fuerza que delataba su nerviosismo. La chamarra que había colocado debajo de la puerta seguía en su lugar, ocultando cualquier brecha. Con la otra mano, introdujo la llave que Jerome le había proporcionado, giró la manija y, con un suspiro que parecía cargar todo su coraje, abrió la puerta y entró.

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Al encender la luz, quedó sorprendido por el reducido pero acogedor espacio que se reveló ante sus ojos. Un ambiente cálido y notablemente femenino. La luz suave, que recordaba el fulgor de una fogata, se esparcía delicadamente, destacando las decoraciones dispuestas con sumo cuidado. En el centro, una cama matrimonial meticulosamente tendida con una colcha de magenta vibrante que complementaba el tapiz en tonos crema y lavanda de las paredes, creando una serenidad cromática que invitaba al descanso. En un rincón, un pequeño escritorio de madera albergaba un kit de maquillaje y un espejo de mano con destellos plateados, junto a dos pañuelos manchados de un labial granate. Además, en la pared encima de la cama, una impresionante pintura al óleo ocupaba un extenso espacio, retratando a una mujer en una pose heroica en la cumbre de una montaña, y contemplando un paisaje primaveral. Gregor no podía creer que Runa, conocida por su frialdad y rasgos masculinos, ocultara un gusto tan delicado y femenino.

Colocó el frasco de vidrio en el escritorio y se puso a buscar. Primero, debajo de la cama, donde sus rodillas y dedos se hundieron en una alfombra mullida. Revisó los abrigos colgados en un perchero de madera, hallando únicamente un pañuelo usado y un juego de llaves. Abrió un antiguo guardarropa, revelando una colección de ropa y cajas meticulosamente etiquetadas. Movió y abrió varias de ellas, dispuesto a pasarlas por alto, pero algo captó su atención.

 

Proyecto Gregor

 

Se leía en el rótulo de una pequeña caja, casi oculta entre las demás. Aunque se resistía a invadir la intimidad de sus vecinos, la vista de su nombre impreso en esa caja despertó una curiosidad irrefrenable. Con sus manos temblorosas, apartó la caja del resto, la colocó sobre el escritorio y levantó la tapa con cautela. Lo primero que sus ojos encontraron fue una hoja blanca. Al desplegarla cuidadosamente, se desvelaron los planos detallados de un artefacto arcaico, cuya naturaleza le era totalmente ajena, acompañados por varias piezas desconocidas, dispersas dentro de la caja. Aunque los garabatos técnicos parecían indescifrables, una frase en la cabecera captó su atención: “Teléfono Inteligente”.

Gregor recordaba haber escuchado sobre esta tecnología del pasado, un objeto de uso cotidiano para la gente de aquella época. Sin embargo, encontrar uno en el presente era casi un milagro. Las leyendas urbanas decían que el último deseo de la gente arcaica era ser enterrados con sus teléfonos, mientras que otras teorías sugerían que la élite del poder los había recolectado todos para controlar la información.

Sopesando el significado de su hallazgo, recordó a Runa mencionando a un tal González, un renombrado ingeniero de la central de abastos de Equalis y reputado como uno de los mejores de la ciudad. Tal vez él podría restaurar el dispositivo. Guardó el plano de vuelta en la caja y cerró la tapa con cuidado, decidido a llevarla a González lo antes posible, pues podría encontrar información invaluable para su trabajo de arqueología. Pero justo cuando estaba por dejar la caja cerca de la puerta para no olvidarla…

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Un cosquilleo inesperado en su mano derecha lo sobresaltó. En un instinto primario, su cuerpo reaccionó con una rapidez fulminante, provocando un violento sacudón de mano. La cucaracha, liberada de su agarre, cayó al suelo y se precipitó hacia la cama con una agilidad sorprendente.

Gregor tomó el frasco de vidrio del escritorio y, sin titubear, se lanzó al suelo. Sus ojos ardían con un brillo feroz, clavados en su presa, mientras su mente calculaba fríamente cada posible movimiento. La criatura, un prodigio de astucia y velocidad, esquivaba cada intento de captura, deslizándose con una facilidad frustrante entre los dedos de su captor y el borde del frasco, como si comprendiera el peligro que representaba su perseguidor. En un momento de desesperación, con la respiración agitada y el pulso acelerado, Gregor abandonó el frasco, optando por un enfoque más directo. Extendió su mano, preparado para cualquier consecuencia, su palma abriéndose y cerrándose en un intento de aprisionar al esquivo adversario. La frustración de cada fracaso no hacía más que avivar su determinación. Finalmente, con un movimiento tan rápido como el destello de un pensamiento capturó a la criatura bajo su palma. Su corazón golpeaba contra su pecho fuertemente, como un tambor de guerra.  Con cuidado, pero con firmeza, cerró su puño, asegurando su captura sin dañarla, y la deslizó dentro del frasco, sellando su pequeña prisión de cristal.

La satisfacción de la victoria se mezclaba con el cansancio y la adrenalina del momento. Inmóvil, con cada respiración intentaba recuperar su compostura, mientras sus ojos no dejaban de ver a la criatura luchar contra las paredes invisibles que ahora la confinaban. Sus antenas y sus patas se movían con una fluidez que sugería vida, pero su textura leñosa y su apariencia artificial revelaban su posible origen humano.

Tras unos momentos de contemplación y una vez de pie, Gregor tomó una decisión. Recogió la caja y el frasco, salió de la habitación y luego del edificio, encaminándose hacia la central de abastos donde encontraría a González. La urgencia de la situación lo ameritaba; necesitaba la opinión de un experto, tanto como para el artefacto arcaico como para el insecto. Además, según Jerome, Tara ya había regresado de su aventura nocturna y descansaba en su departamento, permitiéndole a Gregor la libertad de buscar a González sin preocupaciones.

 

 

 

 

 

Después de tres horas de caminata, Gregor había llegado a Equalis, encontrándose a pocas cuadras de la central de abastos. El camino era directo y llano, a lo largo de Carnaval, una de las principales arterias de la ciudad hacia el este, compartida por los territorios del sur. A pesar de que la ruta estaba animada por una multitud de comerciantes mayormente pacíficos, optó por tomar las calles paralelas, evitando las miradas directas que podrían desatar conflictos no deseados. Consciente del valor incalculable de su carga, era crucial evitar cualquier accidente.

Al acercarse a la central, se dirigió a la avenida principal, pasando una reja que protegía un laberinto de enormes naves industriales. El lugar hervía de actividad: innumerables comerciantes transportaban sus mercancías en carretillas, en un ir y venir constante. Sin saber exactamente dónde encontrar a González, entró en la primera nave industrial que vio. El olor característico de los mercados, una mezcla de productos orgánicos y aire viciado llenó sus sentidos.

– ¿Qué va a llevar, güero? ¿Qué va a llevar? – interpelaba un vendedor de setas, tratando de captar su atención.

– Aquí tenemos frijol, verduras, elote, cremas para sopa. Dígame ¿Qué necesita? – ofrecía una señora en un puesto de conservas.

– ¡Aproveche la oferta de moronga! – anunciaba un carnicero con voz potente.

Como buitres al acecho de una presa fácil, los comerciantes observaban a cada transeúnte.

Gregor se detuvo ante un puesto de setas, donde una señora atendía, y preguntó por la sección de tecnología. Ella señaló hacia el este con un gesto desganado, claramente más interesada en sus clientes potenciales que en ayudar a un desconocido. Con una inclinación de cabeza, Gregor expresó su agradecimiento y continuó su camino.

Navegó por el laberinto de pasillos y vastas naves industriales, serpenteando primero a través de la zona repleta de comestibles, con sus aromas mezclados y colores vivos, y después por el sector de ropa, donde las telas de mil texturas y patrones colgaban en ordenada anarquía. Continuó su camino hasta adentrarse finalmente en el dominio de la tecnología, un mundo de brillo metálico y luces parpadeantes. Allí, su atención fue captada por una figura imponente: un hombre robusto adornado con extravagantes joyas de oro y una melena negra y espesa que contrastaba con la apariencia desgastada de la gran mayoría. Rodeado por esclavos que arrastraban carretas repletas de artefactos arcaicos, comida y moronga de primera calidad, el hombre irradiaba una autoridad intimidante. Los envidiosos ojos de los transeúntes lo seguían, ignorantes de la inseguridad inherente a tal ostentación exuberante. Gregor, al cruzar su mirada, la desvió rápidamente, evitando provocar a un león herido en su orgullo.

 

La nave de tecnología era un mundo aparte. Aunque el hedor era menos intenso, no dejaba de ser repulsivo. Se aproximó al primer puesto que vio y preguntó por González. Un joven de rostro amigable y actitud servicial le proporcionó las indicaciones necesarias. Tras expresar su gratitud, Gregor siguió las indicaciones. Y después de navegar por la nave, finalmente llegó a su destino.

 

Ferretería González

 

Estaba escrito con pintura blanca sobre una tabla desgastada por el tiempo. Gregor entró en un local aparentemente deshabitado, donde el silencio, el polvo, y los cientos de herramientas que colgaban de las paredes parecían ser los únicos ocupantes.

(¡Toc!… ¡Toc!… ¡Toc!)

Tocó el mostrador de vidrio con golpes suaves y medidos, sus oídos atentos a cualquier sonido que indicara presencia en el otro lado. La superficie del cristal, velada por una capa de polvo y desgaste acumulado a lo largo de los años, servía como una barrera misteriosa que ocultaba las profundidades que yacían más allá.

– Hola, hola – llamó Gregor, pero su voz se perdió en el vacío del establecimiento.

(¡Toc!… ¡Toc!… ¡Toc!)

Insistió con más fuerza.

– ¡Hola! ¿Hay alguien aquí? – insistió, levantando la voz.

– ¡Ya voy! ¡Ya escuché! ¡No hace falta que destroces mi mostrador! – respondió una voz chillona desde algún lugar oculto.

Gregor, sorprendido, escudriñó el lugar en busca del dueño de la voz, pero sin encontrar a nadie.

– Ahora sí… ¿Qué necesitas, joven? – preguntó un personaje invisible.

En ese momento, apareció la cabeza de un pequeño hombre con enanismo de edad avanzada, trepando con agilidad un taburete para alcanzar la altura del mostrador.

– Si tienes algo que decir, dilo rápido. No tengo todo el día – dijo el viejo con un tono de impaciencia, ajustando sus gruesos anteojos que lo dotaban de un toque intelectual y acariciando su densa barba blanca.

– Señor González, buenas tardes. Soy amigo de Runa – saludó, midiendo sus palabras. – Necesito pedirle un favor…

– ¿Qué? – estalló el viejo con una voz que tintineó en la tienda. – ¿Vienes a interrumpir mi trabajo por un favor? Aquí todos quieren algo sin dar nada a cambio ¡Nada de favores! ¡Solo hago ventas! ¡Solo ventas, carajo! –.

Con un suspiro de frustración, González bajó del taburete, murmurando para sí, y se alejó de la vista.

– Runa ha muerto – dijo Gregor.

El murmullo quejumbroso de González cesó abruptamente. Luego, tras un silencio momentáneo, su figura volvió a aparecer.

– ¿Cómo?… ¿Cómo lo sabes?… ¿Qué pasó? – preguntó con una voz entrecortada.

– La asesinaron delate de mí – respondió cabizbajo.

Se estableció un silencio respetuoso entre ambos. González, al principio incrédulo, miró a Gregor en busca de una señal de duda. Pero al encontrar solo una expresión de dolor genuino y profundo en su rostro, su escepticismo se disipó.

– ¡Oh! Lo siento mucho por mi actitud – dijo González, disculpándose con un tono suave y sincero.

Con un gesto lento y deliberado, removió sus anteojos, revelando la intensidad de sus grandes ojos color café, que brillaban con un atisbo de tristeza. Su semblante se contrajo en un intento de contener las lágrimas que se formaban en sus ojos, reflejo del tumulto emocional que luchaba por mantener bajo control. Hubo un silencio duradero, interrumpido por González, quien habló con un tono de voz teñido de nostalgia.

– Conocí a Runa cuando era solo una niña, de unos cinco o seis años – dijo, abriéndose inesperadamente ante un desconocido. –  Fue el día en que inauguré este lugar, mi casa, mi taller, mi tienda, mi todo. Sus padres y su hermano estaban de compras en la central, y al pasar por aquí, sorprendentemente ella se detuvo frente al mostrador, maravillada por los artefactos que contenía. Al ver el brillo de sus ojos, no pude evitar fomentar esa chispa, y le mostré uno de los juguetes que acababa de reparar: un carrusel mecánico que giraba al ritmo de uno de los Nocturnes de Chopin. – agregó, soltando un suspiro cargado de recuerdos. – Pero en cuanto me vio, la hija de la chingada se asustó tanto que empezó a gritar a todo pulmón. Yo estaba petrificado, temiendo lo peor, ya sabes cómo son las cosas cuando una niña grita cerca de un hombre desconocido. Por suerte, cuando sus padres voltearon a ver qué sucedía, ella entre lágrimas comenzó a gritar “!Un duende! ¡Mátenlo! ¡Ahí hay un duende!” – dijo, soltando otra carcajada y haciendo una breve pausa antes de continuar. – Con el paso del tiempo, Runa se habituó a mi condición y su fascinación por los artefactos, a diferencia de su hermano, la hacía regresar cada vez que volvían a la central. Pronto, sus padres depositaron su confianza en mí, permitiéndole quedarse a mi cuidado mientras realizaban sus compras. Fue en ese momento cuando decidí hacerla mi aprendiz, enseñándole todos los trucos y secretos del oficio. Mientras tanto, ella, sintiéndose menos favorecida por sus padres en comparación con su hermano, encontró refugio en el aprendizaje –.

González se sumió nuevamente en el silencio, su cuerpo temblando incontrolablemente. Después de un momento, habló con una voz emotiva.

– Yo le debo mi vida a Runa – confesó, pausando entre alientos de llanto. – Mientras yo le transmitía mis conocimientos de ingeniería, ella, sin saberlo, me enseñaba lecciones mucho más valiosas. Su pasión ardiente, esa chispa que se siempre tuvo, fue lo que reavivó el fuego de mi alma, un fuego que creía extinto. Verla luchar incansablemente por sus sueños me inspiró a seguir adelante, a dejar de lado esos pensamientos oscuros que me atormentaban. No sé cómo murió, ni quiero saberlo, pero estoy seguro de que esa misma pasión fue lo que finalmente la consumió. Y ahora que se ha ido… bueno, eso ya no importa… He hablado demasiado. Debes estar cansado de escuchar a este viejo – dijo, sacudiéndose las lágrimas y dándose palmadas en las mejillas, como despertando de un trance. – Te pido nuevamente una disculpa por mi comportamiento inicial. ¿Cómo puedo ayudarte, amigo? ¿Qué te trae por aquí? –.

Gregor, abrumado por el emotivo relato de González, casi había olvidado el propósito de su visita.

– Con confianza hombre, directo al grano – agregó el enano con una sonrisa.

– Lamento mucho su perdida – dijo, sin saber cómo cambiar de tema, colocando la caja del dispositivo en el mostrador y abriéndola. – Encontré esto entre las pertenencias de Runa…

González interrumpió sus pensamientos al ver el objeto.

– ¿Un teléfono celular? Esto es una rareza hoy en día – exclamó, sus ojos brillando con sorpresa mientras examinaba cada componente. – El valor de este artefacto es incalculable. Una lástima que ya no tengamos acceso a internet ni a señales satelitales. Pero, a veces, estos dispositivos guardan verdaderos secretos en sus memorias – hizo una pausa, mirándolo con curiosidad. – Espera un momento…  ¿Tú eres el cazatesoros, cierto? – preguntó, como si Runa hubiera platicado con González sobre él.

Gregor asintió.

– Veo que este dispositivo está bastante deteriorado y le faltan piezas – dijo González, analizando los componentes de la caja. – Puedo tener algunas que sirvan, pero aun así, dudo que funcione. Si me lo dejas, puedo intentar repararlo, pero entiendo si prefieres llevártelo. No tengo intenciones ocultas, aunque admito que mi interés puede parecer sospechoso –.

Gregor, sintiendo una inexplicable confianza hacia el hombre, decidió dejarle el teléfono.

– Tengo algo más para mostrarte – anunció Gregor, colocando cuidadosamente la prisión de vidrio sobre el mostrador. – Encontré esto. Parece ser una cucaracha de madera –.

González se inclinó hacia adelante. Sus ojos estudiaban a la criatura atrapada con curiosidad y cautela. Observó sus movimientos desde varios ángulos, frunciendo el ceño de concentración.

– ¿Dónde exactamente la hallaste? ¿Hay algo más que deba saber sobre ella? – preguntó con un tono serio y ansioso.

Gregor detalló su encuentro con el insecto en su departamento, desde su primer avistamiento hasta su captura. Describió la sorprendente contradicción entre su apariencia mecánica y sus movimientos fluidos y naturales, que sugerían vida. Concluyó enfatizando que nunca había presenciado algo similar.

– Yo tampoco he visto algo así – contestó González, cautivado por el animal.

– Y hay algo más – agregó Gregor, observando al animal enfrascado. – Aunque suene extraño, siento que su brillo turquesa se comunica conmigo. No es tanto un mensaje en palabras, sino más bien una sensación. Es complicado de describir, pero siento una conexión – dijo, buscando las palabras adecuadas.

– Esa descripción es algo abstracta, ¿no te parece? – dijo entre risas.

– Es lo único que puedo ofrecerte, ya que sé menos que tú sobre estas cosas – respondió con una sonrisa amistosa.

– Bueno, yo tampoco sé mucho. Si es tecnología, debe ser arcaica, porque en nuestro mundo no se puede crear algo tan detallado y sofisticado. Y si se trata de vida… bueno, la biología nunca ha sido mi fuerte – comentó encogiendo los hombros. – No puedo estimar su valor. Podría valer nada o ser invaluable. Pero si confías en mí, permíteme hacerle algunas pruebas para ver si descubro algo –.

Gregor vaciló por un momento antes de asentir y dejar también al animal.

– ¿Eso es todo lo que me trajiste? – preguntó, cruzando los brazos.

– Sí, eso es todo –.

– Entonces, te debo dejar, amigo. Tengo mucho trabajo, y mucho es gratis, así que debo seguir adelante. Vuelve cuando quieras; seguramente sabré más sobre estas cosas para entonces. Siempre estoy aquí. Si la puerta está cerrada, toca siete veces, recuerda, siete veces, o no abriré – instruyó.

– Gracias por todo, González – dijo agradecido.

Se despidieron con un choque de puños y un asentimiento de cabeza. Gregor comenzó su camino de regreso a través del laberinto de pasillos de la nave. Al alcanzar su salida, el cielo se rompió con un estruendo, anunciando una lluvia torrencial.

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