Paralelo – Capítulo 14: La granja

– Buenas tardes – saludó el hombre sentado a su lado en la parte trasera del vehículo.

– Buenas tardes – respondió Gregor.

– ¿Es tu primera vez, cierto? – preguntó con un tono de curiosidad y con un extraño acento, como si se tratara de un extranjero.

Era un hombre blanco que llevaba puesto un traje azul elegante y lucía un corte de cabello de estilista, del tipo que solo se veía en las revistas arcaicas.

Gregor permaneció en silencio.

– Ya veo. ¿Sabes a dónde vamos? – insistió el hombre.

No recibió ninguna respuesta. Gregor no conocía a ese nuevo personaje, cuyos ojos color miel y cabello castaño, casi güero, le daban un aire juvenil y radiante. Sin embargo, no le transmitía confianza, especialmente debido a una sutil asimetría en su rostro que perturbaba la perfección de sus rasgos.

– Maldición… La Matriarca se está quedando sin personal, cada vez los mandan más ineptos – murmuró el hombre mientras de su saco extraía un encendedor y una cajetilla de cigarrillos.  – No te preocupes, paps, quédate a mi lado y saldremos de esta – agregó, encendiendo el cigarro y llevándoselo a la boca.

– ¿A dónde vamos? – preguntó Gregor, impaciente.

– Relájate, papi, respira. Pronto lo sabrás, confía en mi. Soy Sam de Prosperion, mucho gusto – dijo el hombre, ofreciendo una sonrisa tranquilizadora e inhalando humo profundamente.

– Gregor – contestó secamente.

El silencio se apoderó del vehículo por unos minutos mientras avanzaban hacia el norte, zigzagueando entre coches oxidados. Pluma no había abordado ningún auto, pero lo que realmente perturbaba a Gregor era el inmaculado semblante del sujeto a su lado, dividido entre una determinación inquebrantable en su lado derecho y una profunda aflicción en el izquierdo.

Sam terminó su cigarrillo, observando el paisaje surrealista de afuera. Arrojó la colilla a la calle y se volvió hacia Gregor.

– Te cuesta trabajo confiar en los demás, ¿verdad? – preguntó, clavando sus ojos en él y luego sonriendo con soberbia, como si hubiera desenmascarado una parte de su ser.

Una vez más, no hubo respuesta.

– ¡Qué terco eres, paps! Si quieres seguir con tu actitud misteriosa y quedarte callado, está bien. Pero primero escúchame, a ver si cambias de opinión sobre mí – dijo mientras encendía y fumaba su segundo cigarro con una habilidad sorprendente, sin interrumpir su discurso para inhalar y exhalar el humo. – En este mundo, hay dos tipos de personas: borregos y lobos – expresó con cierto desdén al referirse al primer grupo. – Estos borregos, en ocasiones ciegos de su propia naturaleza, son meros seguidores del rebaño. Se contentan con una vida sencilla, disfrutando de la seguridad y de la papita que los dueños de la granja les colocan en frente de su hocico. Pero esta vida plácida viene con dos desventajas, papi. La primera es que los borregos nunca se ven en la necesidad de desarrollar habilidades más allá de lo banal, de lo mundano. Mientras la granja les sustente y les cuide, ellos seguirán “felices” en un ciclo al que ellos conocen como zona de confort: despertar, comer, producir lana para enriquecer al dueño, coger, y al final, dormir – explicó, haciendo comillas en el aire con sus dedos. – Y cuando digo “felices”, es porque, aunque parecen tenerlo todo, carecen lo que el alma de todo ser humano anhela: verdadera libertad, que es precisamente su segunda gran desventaja. Libertad de salir del corral. Libertad de no depender de nadie. Libertad de trabajar en una visión personal y no en la de alguien más – continuó, soltando una risa que parecía auténtica y forzada al mismo tiempo. – Lo curioso de los borregos es que algunos de ellos conocen su condición pues no todos son tontos. Saben que el producto de su trabajo se lo queda el dueño, y aun así, deciden quedarse dentro del corral seguro. ¿Por qué? No por falta de inteligencia, para nada, pero por falta de coraje. Viven atenazados por un miedo estratégicamente inculcado por el dueño de la granja que los paraliza hasta el día en que se mueren. Un miedo acompañado de resentimiento, envidia, frustración y rabia. Por eso lo único que saben hacer es quejarse y culpar a otros, pero nunca sí mismos. Nunca son ellos los culpables. Una posición cómoda – concluyó, acentuando su tono despectivo.

Descartó la colilla por la ventana, sacó un tercer cigarro, lo encendió y se lo llevó a los labios.

– Pero basta de hablar de los conformistas, papi. Concentrémonos en aquellos borregos aventureros que desafían su destino, escapando del corral y adentrándose al desierto. Aquellos que tienen el valor de buscar la libertad que sus almas claman. Es admirable, pero a la vez triste, porque la mayoría de ellos muere o regresa al redil apenas comienza su aventura, pues lo que encuentran en el desierto es sumamente peligroso: monstruos, bestias, espíritus, fantasmas, demonios, de todo un poco, paps. Sin embargo, es en ese entorno hostil, repleto de entes, donde el borrego se ve forzado a sobrevivir. Y para lograrlo, desarrolla nuevas habilidades, asume responsabilidades por voluntad propia, y reemplaza las quejas con acciones y méritos. Con el tiempo, se endurece y se transforma en un lobo. Y cuando te conviertes en lobo, te das cuenta de que no solo anhelabas libertad, sino también poder – agregó, acentuando su voz en la última palabra y mirando fijamente los ojos de su interlocutor.

Después de un silencio reflexivo, Sam desechó otra colilla y extrajo su paquete de cigarrillos nuevamente.

– ¿Poder? ¿A qué te refieres? – preguntó Gregor con timidez, aprovechando la pausa.

Con una risa condescendiente, Sam parecía anticipar la pregunta.

– Vaya, por fin hablas. No tan callado después de todo, ¿eh? – dijo, encendiendo su cuarto cigarro. – Poder es materializar cualquier cosa que imagines. ¿Dinero? ¡Pum! ¡Aquí está! ¿El auto más lujoso? ¡Pum! ¡Es todo tuyo! ¿Un viaje al otro lado del planeta? ¡Pum! ¡El vuelo sale el día de mañana! ¿La moronga más fina y exquisita? ¡Pum! ¡Se le ordena al chalán para que la consiga para la comida! ¿Acostarte con la mujer de tus sueños? ¡Pum! ¡Un mensaje y en un par de horas ya te la estás cogiendo! Lo que tú quieras, paps. Tú dime – agregó, esperando una respuesta.

– ¿Qué hay de la felicidad? – preguntó Gregor después de un momento.

– No digas pendejadas. ¡Pon a correr al ratón en tu cabeza, paps! – respondió con una carcajada y arrugando su rostro impecable. – La felicidad es pasajera. Pero una vida llena de libertad y poder es mucho menos amarga que una vida carente de ellas – agregó, lanzando la mitad del cigarro prendido y levantando los hombros. – En fin, ya estamos por llegar. Podría seguir hablando por horas de la vida y de lobos, pero el tiempo se agota – continuó, observando su reflejo en el espejo retrovisor y acomodando su peinado inmaculado.

El auto realizó un giro en U y se estacionó.

– En este medio, tú decides de qué lado estás. De los que no mueven un dedo y lo único que hacen es quejarse, o de los que accionamos, generamos, y construimos el mundo – dijo Sam, abriendo la puerta del auto y apoyando su pie en el suelo. – Espero que hoy tomes las decisiones correctas, porque de lo contrario, la Matriarca no dejará rastro de ti, igual que al pobre diablo anterior. Y a pesar de tu silencio, me caes bien. Prepárate para lo que te espera, papi. Nos vemos del otro lado –.

Sam salió del vehículo y se encaminó hacia la estación de metro enfrente, donde hombres de negro le indicaron el camino. El chofer observaba pacientemente a su único pasajero por el espejo retrovisor, aún absorto en sus reflexiones sobre el diálogo. Después de un rato, Gregor salió y se dirigió hacia su destino, la estación más grande de la Línea Café, principal sede de Yo, hogar de lo más infame.

– Por aquí – señaló un guardia de negro al reconocerlo, conduciéndolo por un sendero exclusivo compuesto por escaleras eléctricas.

El día en que Runa falleció, Gregor ya había visitado este lugar. No obstante, los detalles específicos de aquel recorrido se le escapaban, ya que, impulsado por la urgencia que la Bestia había provocado, simplemente había corrido tan rápido como le fue posible.

A medida que descendía, la vida subterránea se revelaba ante sus ojos: incontables grafitis a lo largo de las paredes, un grupo de cuatro vagabundos compartiendo sus escasas provisiones, tres mujeres fodongas tumbadas boca arriba riéndose en posturas manieristas, y niños inmersos en un juego de canicas. Nada fuera de lo común. Casi el mismo escenario que encontraría en casa, incluyendo a aquel hombre drogado recostado en la pared, perdido en las profundidades del Sueño Negro. Era evidente que era un primerizo por sus lágrimas que se deslizaban sobre las arrugas formadas por esa sonrisa engañosamente genuina. Una sonrisa de quien cree haber encontrado el paraíso, ignorante del infierno que le espera.

Al cruzar los torniquetes, la multitud se densificó, limitando su visión.

– Por acá – señaló otro guardia bien vestido, guiándolo a una sección con carretas individuales de propulsión humana.

– Por favor, tome asiento – señaló otro guardia.

Gregor siguió las indicaciones y, apenas se sentó, dos hombres de aspecto desaliñado se aproximaron y empezaron a acarrear la carreta, llevando a su único pasajero hacia las profundidades desconocidas de Yo.

El ambiente, ya de por sí sombrío, se tornaba más intenso conforme avanzaban. Las paredes se apretujaban de grafitis, como si los artistas callejeros hubieran competido por cada centímetro de espacio. La iluminación escaseaba, dejando paso a luces de neón que parpadeaban en una paleta de colores fantasmagóricos. Además, a su alrededor, la muchedumbre adoptaba un aspecto cada vez más siniestro y desquiciado, como figuras de una pesadilla urbana. Comercios clandestinos emergían entre la masa, sus puertas como fauces abiertas en espera de incautos. Ojos inquisitivos y brillantes acechaban desde rincones oscuros. Todo conformaba una escena sobrecogedora: una ciudad subterránea laberíntica, viva a todas horas, en un eterno crepúsculo artificial.

 

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Llamaba la atención un cartel de uno de los locales macabros.

 

Rompecabezas.

Disponibles Sueño Negro, Gasolina, Tíner, Incienso

 

Decía otro establecimiento más adelante.

Atravesaron una serie de comercios similares hasta desembocar en un patio que servía como zona residencial. Emergían allí diversas construcciones en miniatura, armadas con láminas recicladas. Cada una albergaba a personajes peculiares: a la derecha, una mujer cocinaba afuera de su refugio un caldo de huesos en una olla humeante, mientras su extensa familia se acomodaba como podía en un colchón individual, el único en su hogar. A la izquierda, una escena de violencia doméstica se desarrollaba: un hombre ebrio agredía a su esposa bajo la mirada aterrada de sus pequeños hijos. En una de las esquinas, un hombre borracho orinaba contra la pared, salpicando a uno de los inconscientes a su lado. Además, a lo largo del patio, niños con una madurez forzada en sus miradas, llenas de malicia y astucia, merodeaban con curiosidad, fijando su atención en la carreta. Este lugar, semejante a una escena de horror, bullía con vida; sus habitantes interactuaban y conversaban con naturalidad, inmersos en la cotidianidad de su realidad.

Al salir de la zona habitacional, cruzaron por un pasillo concurrido, y llegaron a un mercado de alimentos.

 

Tacos de tripa, de sesos, de lengua, de cachete

 

Anunciaba un cartel en un puesto grasiento y desordenado. Allí, un comensal corpulento vestido elegantemente devoraba con voracidad y alegría.

 

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Proclamaba otro local, donde trozos de carne cruda se balanceaban de ganchos. El hedor del mercado era implacable, una mezcla repugnante de aromas que asaltaban los sentidos.

– De todas las edades, género, raza ¡Úselos para lo que usted quiera! ¡Sin restricciones! – promocionaba otro vendedor, alzando la voz para atraer clientes. – ¿Qué va a llevar güero? ¡Dígame qué le sirvo! – agregó con una sonrisa al ver la carreta.

Continuaron avanzando por más pasillos hasta trasbordar a la Línea Verde. En ese momento, el retumbar de un altavoz distante hacía vibrar los muros del lugar. Las personas en esta sección compartían el mismo aspecto desaliñado de los vendedores del mercado negro, pero con una diferencia notable: sus ojos, diluidos por el abuso de sustancias.

De repente, en medio de la atmósfera opresiva, surgió una visión inesperada. Una mujer de cabello negro y belleza deslumbrante trotaba con alegría, sosteniendo un ramo de rosas artificiales en su brazo, las cuales repartía generosamente a las personas a su alrededor de forma espontánea. Su presencia, efímera como un destello, se disolvió rápidamente entre la multitud. Era un recordatorio de que incluso en los rincones más oscuros y miserables, la belleza florece.

El viaje continuó a lo largo de los pasillos hasta llegar a una lona negra que ocultaba la entrada de un túnel. El estruendo de graves se transformó en la vibrante música de un club nocturno. Vigilantes vestidos de negro custodiaban la entrada al lugar más infame del territorio, “Degenere”. A pesar de la larga cola de espera, la carreta pasó directamente por un acceso exclusivo, provocando el descontento de los que aguardaban sin los mismos privilegios.

Al adentrarse, la música cobró vida en su máximo esplendor. Los graves ininterrumpidos retumbaban poderosamente, vibrando a través del cráneo, mientras una melodía disonante y estridente sonaba con fuerza. Era un techno melódico que recordaba al de los tiempos arcaicos, pero con una intensidad y crudeza renovadas.

Ante ellos, apareció un salón repleto de gente, iluminado por luces de neón en tonos azules y rosas que creaban un ambiente duotono. Entre la multitud, figuras insólitas se hacían visibles: dos pieles grises, con dientes descubiertos en una mueca tensa, probablemente efecto de alguna sustancia; una mujer de edad avanzada, inconsciente y sumergida en su propio vómito en un rincón oscuro; tres hombres enlazados en un acto carnal al compás de la música, rodeados de botellas vacías. La muchedumbre danzaba en trance, absorbida por el ritmo del DJ, quien dominaba la escena desde su plataforma central.

Atravesaron la multitud hasta el fondo del salón, donde unas escaleras conducían a un segundo nivel de acceso restringido. El guardia a cargo, sin titubear, les permitió el paso, como si los estuviera esperando. Al subir, encontraron un salón más íntimo y refinado, de mobiliario elegante y alfombras lujosas. La congregación era menos densa, pero cada personaje desbordaba excentricidad. En una cabina, dos ancianos reían a carcajadas, vestidos con esmóquines de colores contrastantes, uno morado y otro amarillo; un grupo de jóvenes adinerados consumían cocaína despreocupadamente en otra cabina; una mujer de piel oscura con un impresionante afro se dejaba llevar por la música con los ojos cerrados en un estado de pura alegría; a su alrededor, un grupo de bellas jóvenes dirigía miradas curiosas hacia el pasajero de la carreta. Conscientes de su estatus, intentaban provocar sus más bajos instintos con movimientos sensuales, sonrisas sugestivas y levantando sus cortas faldas con el fin de revelar su ropa interior.

Cruzaron el segundo piso hasta su extremo, donde se encontraron con otro vigilante de otra cadena. Al igual que los anteriores, este no dudó en permitirles el paso. Al subir, Gregor percibió otro cambio de atmósfera en Degenere. El espacio se abría en un amplio salón, con mesas de madera finamente labradas y separadas generosamente para garantizar la privacidad de sus distinguidos ocupantes. Esta era la sección más exclusiva de Yo, un refugio para la élite, donde los personajes más influyentes y poderosos se reunían a pasar el rato.

Su destino era una enigmática puerta de hierro situada al final del salón. Mientras se dirigían hacia ella, una serie de escenas inusuales se desarrollaron, revelando aún más la naturaleza única de este lugar: una jovencita, de unos quince años, bailaba desnuda encima de una mesa, donde tres espectadores de edad avanzada, dos hombres y una mujer, presenciaban el espectáculo, babeando como perros y masturbándose mutuamente. El rostro de la ninfa expresaba, por un lado, una determinación sinigual, como si estuviera dispuesta a hacer lo que sea para lograr todos sus disparados objetivos, y por otro, una inocencia infantil cuyo único efecto era crear una amarga sensación de pena; en una mesa a la izquierda, dos hombres corpulentos vestidos con trajes elegantes efectuaban una transacción comercial. El primero meticulosamente contabilizaba un surtido de sustancias ilícitas, mientras su compañero revisaba el pago compuesto de varias bolsas de transfusión de sangre; al lado derecho de la puerta de hierro, se encontraba la última mesa ocupada, destacando por su inusual disposición. En esta mesa, las sillas se alineaban solo en un lado, todas orientadas hacia un íntimo escenario privado. Un grupo ecléctico, compuesto por individuos desde los veinte años en adelante, ocupaba el lugar. Entretenidos en animadas conversaciones y risas, alternaban su atención entre los sorbos de sus bebidas y el cautivador espectáculo que se desarrollaba en el escenario. Un niño y una niña, atados con cadenas metálicas, estaban siendo desollados vivos por un cocinero, quien tostaba la piel obtenida en la parrilla y repartía el chicharrón a los espectadores. Los niños lloraban y gritaban con desespero, retorciéndose de dolor. No obstante, la música ahogaba todo sonido emitido. Una escena única: los niños de los gritos ahogados.

¿Quiénes eran los clientes del tercer piso? Individuos cuya influencia y riqueza les permitía hundirse en lo prohibido, manteniendo sus más oscuros deseos lejos de los ojos del mundo. Entre ellos, se rumoreaba, había actores de renombre, barones del narcotráfico, magnates de fortunas incalculables, celebridades cubiertas de glamour y políticos de alto rango. Todos unidos por el deseo de saciar sus caprichos en un reino aparte de juicios y consecuencias.

Finalmente, llegaron a la puerta de hierro. Otro guardia, con una mirada que mezclaba respeto y cautela, les franqueó el paso, y cruzaron el umbral hacia un dominio desconocido.

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