Paralelo – Capítulo 10: Responsabilidad

Una energía monstruosa bullía en su interior, al borde del estallido. Su garganta quemaba por los gritos desesperados que había emitido, y su cabeza palpitaba con una jaqueca insoportable. Se encontraba inmersa en una colosal ola de ansiedad que la hacía incapaz de resistir el impulso casi involuntario de rascarse la cabeza y los brazos con agresividad.

< ¡No la necesitas! ¡Controla ese impulso! ¡No la necesitas! ¡Es tarde para ir a comprar, es peligroso! > se repetía frenéticamente a sí misma mientras caminaba en círculos por su pequeña habitación.

De repente, una oleada de ira se apoderó de ella. Se lanzó hacia su cama y, usando una almohada, ahogó un grito furioso que dejó un sabor metálico en su boca.

< ¡Maldito Chef! ¡Te voy a matar yo misma! ¡Me vengaré! ¡Toda la gente es una mierda! ¡Los mataré a todos! ¡Maldito Gregor! ¡Por qué no hiciste nada! ¡No sirves para nada! ¡Malditos todos! ¡Todos tienen la culpa! > pensaba y gritaba ininteligiblemente.

Casi de inmediato, la ira dio paso a una ola de tristeza. Lágrimas corrieron por sus mejillas marcando rastros oscuros por la tinta de su rímel. Cada ola de emociones era reemplazada rápidamente por otra, cada una más intensa que la anterior.

< Éramos como hermanas… Si me hubieras escuchado… Si tan solo hubiéramos regresado… > sollozaba con tal intensidad, que le costaba respirar.

Runa y Tara, aunque apenas llevaban poco tiempo de haberse conocido, habían logrado forjar rápidamente una amistad profunda y significativa. Siendo las únicas dos mujeres en el edificio, cada una había encontrado en la otra un refugio y una resonancia emocional única. Sus conversaciones, lejos de ser superficiales, se transformaban en sesiones íntimas de confidencias donde compartían sus preocupaciones, sueños y desafíos sin reservas. Este intercambio se había convertido en un pilar fundamental de su relación, un lazo fortalecido por la empatía y el apoyo mutuo en un entorno donde tales conexiones eran escasas. Ahora, con la repentina muerte de Runa, Tara enfrentaba un vacío en su corazón, extrañando a quien había sido su único oído de confianza.

< ¿Por qué el mundo es tan cruel?… ¿Por qué vivir es tan difícil?… >.

En ese momento de duelo, ella sentía un dolor inmenso en todo su cuerpo, tanto físico como emocional. Bebió un gran trago de alcohol como si fuera agua, sintiendo un dolor ardiente en la garganta, pero logrando una breve calma en su mente antes de que otra ola de ansiedad regresara.

< Quizá comprar un poco no sea malo… Solo un poco… No lo volveré a hacer…. No será como la última vez, esta vez lo controlaré… Estoy segura… ¡No! ¡No la necesitas! ¡Contrólate! ¡No la necesitas! Pero… ¿y si sí la necesito? ¿Y si… ¡Me vale!… ¡Sí la necesito! ¡Sí la necesito! >

Se apresuró hacia su buró destartalado y, con determinación, guardó una jeringa, una cuchara, un paquete de cerillos y una tira de tela en su bolso. Sus manos temblaban, sin embargo, la rapidez de sus acciones era notable. Echó un último vistazo a su alrededor, calzándose las zapatillas, y salió del cuarto, deteniéndose repentinamente en el umbral. Una sensación de tormento la acechaba, una lucha interna ante su reciente decisión. Miró su habitación desordenada con frustración. Ropa, restos de comida, y objetos dispersos por todas partes. El caos le resultaba insoportable, pero lo último que quería era ordenarlo. Paralizada, se perdió en una disonancia de pensamientos y emociones. El tiempo parecía detenido, absorbida por un conflicto interno. Segundos, minutos, o quizá horas permaneció así. Finalmente, una oleada de certeza le sacó de su trance. Agarró la botella de alcohol, tomó un largo trago, cerró la puerta de su cuarto con firmeza y abandonó el edificio.

 

 

 

 

 

Junto a los elevadores, Gregor contempló una amplia recepción de mármol. Los rayos del sol, teñidos de rojo, entraban por un enorme ventanal que cubría la pared a su izquierda, otorgando a la habitación un matiz rosado. El suelo de color gris carbón contrastaba con el color de la recepción, destacando un símbolo en el centro de la superficie rosada: el logo de una empresa arcaica que ocupó este piso previo al Día Zero. Era una figura que recordaba a una columna minimalista y algo abstracta, formada por cuatro líneas verdes sencillas, representando a “Attier”, una corporación arcaica del lugar.

El salón que se abría más allá era impresionante. Al principio, un pasillo amplio, marcado por el ventanal continuo a la izquierda y una línea de macetas de barro vacías a la derecha, conducía hacia unas escaleras hacia un segundo nivel. El espacio entre el ventanal y las macetas estaba salpicado de restos de maderas que alguna vez formaron parte de caballetes elegantes. Era obvio que el lugar había sido objeto de saqueo; todas las obras de arte habían sido removidas, excepto una que, de manera misteriosa, aún colgaba de un solitario caballete que resistía desafiante el paso del tiempo.

Atraído por la obra, Gregor se aproximó para examinarla más de cerca. La pintura, cargada con una oscuridad macabra, generó un estremecimiento inmediato. Sin embargo, era imposible negar su impecable composición y ejecución. En ella, un hombre de tez pálida y semblante estoico permanecía erguido. Rodeándolo, una multitud de campesinos enfurecidos se aproximaba blandiendo antorchas, guadañas y horcas, todos bajo un cielo ominosamente negro. Curiosamente, la pintura parecía haber sido cuidadosamente preservada y colocada, como si alguien hubiera preparado la escena para su descubrimiento. Bajo la obra, en una placa de metal plateado, resaltaba el título: “Sabiduría ante la debilidad del ego”.

Una vez analizó la pintura por varios segundos, decidió seguir con su exploración. Tras cruzar el límite marcado por las macetas, se encontró con el corazón de la oficina: una serie de cubículos que en el pasado fueron el epicentro de secretos y vidas corporativas. Gregor se movió entre los escritorios de vidrio templado, hurgando en los cajones metálicos que habían dejado abiertos. Aunque los ladrones ya habían pasado por allí, mantenía la esperanza de descubrir algo, pues sus prioridades eran distintas.

Con cada cajón que abría, recolectaba pequeños pedazos de historias arcaicas, buscando algo que fuera más allá de manuales, currículums, contratos, y cualquier información escrita en el característico idioma legal ininteligible. Rápidamente encontró numerosas notas adhesivas de colores que podían revelar desde triviales recordatorios laborales hasta pensamientos personales y profundos, ofreciendo un vistazo a las vidas rutinarias de quienes trabajaron en aquella empresa. Luego, revisó su reloj.

39:48… 39:47… 39:46…

 

 

 

 

 

Al atravesar la puerta, la brisa gélida azotó sus mejillas, distorsionando su percepción bajo el influjo del alcohol. Tara caminaba consciente de su presente, pero su memoria retenía solo fragmentos dispersos. Avanzaba con rapidez hacia el este por Carnaval, siendo su única guía el eco de sus zapatillas en el concreto. A pesar de la niebla que limitaba su visión, sus pasos resonaban en las calles desiertas.

Tras un tiempo indeterminado, la “Torre” emergió ante ella, un punto de luz rodeada de negocios turbios y de dudosa reputación que atraían a una clientela las veinticuatro horas del día.

– ¡Ehh! ¡Preciosa! – una voz borracha la llamó desde la izquierda.

Cuatro hombres tatuados y ebrios charlaban fuera de un local llamado “Cuidado por dónde caminas”.

– ¡Voltea! ¡Voltea, preciosa! ¡Ehh! – repitió con una mirada degenerada al notar que ella ignoró su llamado. – ¿No quieres un poco de esto? Dicen las malas lenguas que te encanta ¿Por qué no vienes y animas un poco la fiesta para nosotros? – agregó otro sacando su lengua en un gesto erótico, causando una ola de risa y alegría entre sus camaradas. – ¡Pinche puta!… ¡Pinche zorra!… ¡Pinche piruja!… ¡Pinche ramera!… – comenzaron a gritar alternadamente los cuatro entre risas, siendo cada palabra un sinónimo de la palabra “prostituta”.

Ignorando las voces lascivas, Tara apresuró su paso.

Pronto llegó a la entrada de la Torre, una estructura gigantesca sin ventanas, una torre hexagonal y cemento desnudo que le daba un aire imponente.

Al cruzar el umbral, observó dos puertas metálicas bloqueando el frente y la izquierda, mientras a la derecha, una estrecha escalera se enroscaba ascendiendo por las paredes de la torre. Junto a ella, un letrero desgastado que decía:

 

El paraíso: Piso 15 Abierto 24/7

 

 

 

 

 

 

Dirigiéndose de nuevo al pasillo de la pintura, Gregor tomó las escaleras hacia el segundo piso, cuya arquitectura moderna daba la impresión de que estaban suspendidas en el aire, aunque eran firmemente sólidas. Una vez arriba se reveló un área de alta exclusividad, con oficinas individuales y salas de juntas divididas por paredes de cristal. Registró meticulosamente cada espacio, encontrando que, al igual que en los cubículos, parecía haber sido saqueado. No encontró nada. La única pieza de interés fue una fotografía en la oficina del director general, donde un hombre, de unos treinta y tantos años lucía la vestimenta formal de los arcaicos y una expresión como ninguna otra, poseída por el ente de la determinación.

14:32… 14:31… 14:30…

Con el tiempo apremiado, sabía que debía regresar a un lugar seguro, un viaje que le tomaría casi una hora. Tras beber el resto de su agua y masajear sus piernas fatigadas, inició su regreso. Sin embargo, mientras descendía por las escaleras flotantes, su mirada fue atraída por un libro desgastado reposando sobre un escalón. Lo recogió, examinando rápidamente su cubierta de cuero, notando el deterioro extremo que permitía que las páginas se desprendieran con facilidad. No dejaba de preguntarse cómo había pasado por alto algo así al subir, casi como si alguien lo hubiera colocado allí mientras él exploraba el segundo piso, al igual que la pintura. Después de hojear sus páginas, lo colocó en su chamarra y salió hacia las escaleras comunes, justo donde había conversado con Juan.

Delante de él, más allá del agujero, emergieron los pilares en medio del océano rojo. Pero esta vez, en lugar de distinguir edificios, vislumbró figuras inefables, como hundido en un estado de trance. Era como si hubiese silenciado su diálogo interno, suspendiendo toda construcción de su complejidad individual. En ese momento, sintió como si su consciencia se hubiera desligado de su cuerpo, siendo transportada a una dimensión donde solo existía un flujo armonioso de colores en constante movimiento, en la que él era parte integral. Esta sensación, aunque intensa, se desvaneció rápidamente, dejándolo con una sensación de haber experimentado algo trascendental, como si hubiera percibido a la realidad como una danza, tal como Juan lo había descrito. Su cuerpo recordaba la experiencia de la misma forma en que uno recuerda un nuevo sabor, capaz de evocarlo con solo imaginarlo. Se había vuelto parte de su ser.

Recuperando su estado de consciencia habitual, respiró profundamente y comenzó a descender con rapidez los escalones, esperando que Pasarela estuviera desocupada.

 

 

 

 

 

 

Atrapada en los efectos cada vez más intensos del aguardiente, Tara luchaba por mantener el equilibrio mientras subía las escaleras de la Torre. Su mente, nublada por el alcohol, recordaría vagamente la tortura del ascenso. Cada paso la acercaba más al bullicio del piso quince: conversaciones animadas, risas, y los ritmos hipnóticos de una música psytrance retumbaba en las paredes.

Al llegar al piso quince, se encontró entre pasillos, rodeada por múltiples negocios abiertos, encargados de satisfacer a los drogadictos de la ciudad. Un fuerte olor a perfume barato dominaba el ambiente, complementado por el inconfundible hedor humano.

– ¡Sueño Negro! ¡Necesito Sueño Negro! – gritó desesperada a uno de los primeros vendedores que encontró.

Un anciano sacó una pequeña bolsa de plástico, colocándola encima del mostrador.

– Quince – dijo secamente.

Ella, con sus manos trepidantes, abrió su cartera, solo para descubrir que estaba completamente vacía. En ese momento experimentó un breve lapso de amnesia causada por los efectos del alcohol, pero cuando su memoria volvió, se encontró en un cuarto pequeño y sombrío. Podía escuchar las rápidas respiraciones de las personas que la rodeaban.

– ¡Pero qué hermosas tetas tienes Tara! – exclamó uno de ellos mientras, con sus toscas y rasposas manos, asediaba su cuerpo.

Ella, inmovilizada por el peso de cuatro hombres desnudos que tenía encima, forcejeaba e intentaba zafarse, pero era imposible. Sentía una aversión extrema hacia su presente, quería vomitar y a duras penas podía respirar. Sin embargo, después de unos momentos, su lucha interna se calmó y su cuerpo finalmente sucumbió a sus circunstancias. Permaneció inmóvil, tambaleándose al ritmo de la penetración de uno de ellos. El único músculo con vida era su mano derecha, que fuertemente sostenía una bolsita de plástico con Sueño Negro.

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