Paralelo – Capítulo 1: Muerte

Escuchaba la melodía disonante y estridente del crujir de sus dientes (¡Shiiik!… ¡Shiiik!…), resultado de la tensión incontrolable de su mandíbula, mientras su corazón la acompañaba tocando el bombo en son de guerra (¡Pum!… ¡Pum!…). Cada respiración era una batalla, llenando sus alveolos con un aire que parecía más denso y sofocante con cada inhalación. Su cuerpo, sumido en la extenuación, experimentaba cada contracción muscular como una prueba de resistencia, cada movimiento tenía un precio que, aunque por ahora era soportable, no tardaría en no serlo.

Con manos temblorosas, Gregor sacó un pañuelo de tela y secó el sudor que empapaba su rostro. Luego, del bolsillo de su chamarra, extrajo un reloj antiguo, observando cómo el tiempo se desvanecía en cuenta regresiva mientras intentaba recuperar el aliento.

51:02… 51:01… 51:00… 50:59… 50:58…

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Su mirada recorrió frenéticamente los distintos rincones de aquel cuarto, un lugar tan común en su abandono que parecía replicar a tantos otros ya olvidados. Las paredes, un collage de cemento y ladrillo desmoronado, ofrecían vistas de una ciudad desierta. El techo, plagado de oquedades, permitía que se filtrara la luz de un cielo violentamente pintado de rojo. Y los muebles, desvencijados y cubiertos de una capa gruesa de polvo, revelaban su soledad y desuso. Cada elemento confería a este tipo de habitaciones una atmósfera sombría y melancólica, un lugar tan impregnado de desolación que ni siquiera los fantasmas osaban perturbar su silencio; un silencio compuesto solamente por el susurro lúgubre del viento, el crujido seco de sus botas sobre el suelo, su respiración exacerbada y, de mayor importancia, la consciencia de su propia existencia.

(¡Shiiik!… ¡Shiiik!…)

Gregor se movía con una torpeza ansiosa. Pasó su mano por los anaqueles de un antiguo librero de madera, manchando su palma de polvo en el proceso. Inspeccionó las dos recámaras del lugar con minuciosidad durante unos minutos, solo para encontrar chatarra y más polvo. Luego, debajo y dentro de un viejo sillón…

– ¡Ouch! – gritó, sintiendo un intenso dolor punzante en su brazo.

Una astilla de madera se había incrustado en su piel, provocando que sangre brotara de inmediato, tiñendo su camisa gris desaliñada y su gruesa chamarra incolora.

A pesar de que una parte de él intuía que no hallaría nada más, su obstinación o, mejor dicho, su terquedad, lo obligaba a quedarse. Una extraña premonición lo agobiaba, como si estuviera seguro de que algo iba a encontrar en aquel lugar.  Era la misma sensación que se experimenta en un juego de azar, donde las probabilidades están en tu contra, pero, aun así, crees que puedes vencer a la aleatoriedad.

Ignorando su propio dolor, Gregor revisó meticulosamente entre los escombros del techo caído, debajo de una mesa de centro, en las ruinas del medio baño adyacente a la sala, dentro de la alacena, y en el cuarto de lavandería, inspeccionando cada rincón a su alcance. Lo único que encontró fue polvo, y con cada intento fallido, no solo aumentaba el riesgo de infección en su herida, sino también una sensación de desilusión que lo invadía con rapidez, generando un calor sofocante en su cuello y una tensión muscular que lo impulsaba, casi mecánicamente, a consultar su reloj una vez más.

26:01… 26:00… 25:59…

(¡Shiiik!… ¡Shiiik!…)

Su regreso era imperativo. Había permanecido en el exterior durante poco más de hora y media. Esto significaba, para su infortunio, que su tiempo se había agotado y, además, que había perdido su apuesta contra la aleatoriedad.

Rápidamente, bajó cinco pisos por las escaleras comunes, atravesando por un vestíbulo viejo y desordenado. Al emerger al exterior, se encontró inmerso en un escenario surrealista, una vista a la que, a pesar de todo, ya se había acostumbrado: metal oxidado, vehículos reducidos a chatarra y escombros de cemento regados en la calle, todo lo que quedaba de lo que una vez fue un vecindario modesto del mundo arcaico.

< Quizá, la próxima vez tenga más suerte > pensaba mientras caminaba en modo automático. < Quizá si…

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Inesperadamente, una ráfaga de viento interrumpió sus pensamientos, trayendo consigo un objeto que golpeó su pierna con delicadeza. Dio un pequeño sobresalto, pero al ver de qué se trataba, se llenó de alegría. La portada de un periódico.

< ¡Lo sabía! ¡Tal vez sí valió la pena el viaje! > se dijo a sí mismo con emoción, guardando el papel cuidadosamente en su chamarra, y caminando rápidamente por las desoladas calles de nombres desconocidos.

Los sacrificios, las largas horas de trabajo, y la soledad que a menudo acompañaba su empeño, de repente encontraban su justificación en este instante de epifanía. Este momento le proporcionó la convicción, reforzada por una fe renovada, de que las adversidades enfrentadas en su arduo labor ocultaban un propósito más profundo, uno que ahora empezaba a percibir con claridad.

Pronto, llegó a “Pasarela”, una calle de uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis carriles divididos por un camellón central que, aunque diseñado para ser un oasis urbano, ahora yacía adornado con los restos muertos de árboles y arbustos. Además, enmarcando la calle, imponentes rascacielos se erguían, cuyas cúspides desaparecían en el cielo, ocultas por la espesa cortina de partículas suspendidas en el aire. Se contaban historias de que, en el pasado, esta calle había sido uno de los epicentros económicos más importantes de la ciudad. Ahora, sin embargo, presentaba una imagen de abandono, en fuerte contraste con la gloria y grandeza de lo que alguna vez fue.

Avanzó con una cautela meticulosa. A pesar de que no era la hora más frecuentada para caminar por esa calle, la imprevisibilidad de quienes deambulaban por la zona lo mantenía en constante vigilancia. Era sabido que estos colosos de concreto y acero, que alguna vez albergaron negocios prósperos y vidas bulliciosas, ahora fungían como refugios temporales para aquellos exiliados o eremitas que se atrevían adentrarse en ellos, aunque su existencia en esos parajes fuese fugaz. La implacable toxicidad de las Ruinas del Sur devoraba cualquier atisbo de vida; en sus áreas más contaminadas, en cuestión de minutos, y en las menos, la muerte llegaba en semanas, o incluso, con un poco de suerte, en meses. De ahí la gran fama y el nombre coloquial de esta calle, ya que, en el mundo contemporáneo, cuando el sufrimiento de un alma en delirio toma las riendas del cuerpo, lo obliga a desfilar por allí en busca de respuestas, encontrando, en la gran mayoría de los casos, la puerta hacia la eternidad.

12:28…12:27…12:26…

Al observar su brazo, notó que la hemorragia había cesado y el dolor se había atenuado. La contraparte, sin embargo, era su creciente agotamiento al borde del colapso y el ardor de su piel bajo el sol inclemente, especialmente en el rostro y los brazos, ahora teñidos de un rojo evidente. Afortunadamente, un gélido viento atenuaba ligeramente el dolor.

< Ya casi, solo un poco más > se incitaba a sí mismo, impulsándose a dar el siguiente paso.

Además, los edificios no solo servían como refugios, sino escondían tesoros olvidados: desde alimentos enlatados y agua embotellada, hasta ropa, dispositivos electrónicos, arte, e incluso objetos domésticos. Pero para Gregor, consumido por una delgadez que hablaba de su negligencia personal, tales hallazgos eran irrelevantes. Su única pasión era recolectar fragmentos del pasado humano, una obsesión que eclipsaba sus demás necesidades, incluyendo su bienestar físico y emocional.

Siguió su ruta hacia el norte durante varios minutos en un silencio absoluto, sin cruzarse con nadie. Pero, su tranquilidad solitaria fue abruptamente interrumpida justo cuando se aproximaba al cruce con “Carnaval”, una de las calles principales que lo conduciría hacia su refugio al este. En ese momento, un sonido inesperado cortó el silencio, deteniendo en seco su paso y tensando su cuerpo, listo para reaccionar ante cualquier sorpresa.

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Como si hubiera activado un interruptor de emergencia en su mente, todos los males corporales se esfumaron. Aquello que escuchaba era un sonido tenue, humano y arrítmico. Sus ojos, antes absortos en los patrones aleatorios del cemento del suelo, se centraron en la intersección donde, entre la neblina, se delineaba la silueta de un hombre. Aunque todavía indistinguible, su estatura y la aspereza de lo que parecía ser un lamento sugerían un anciano.

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Una sensación de inquietud lo invadió, enfrentándolo a una realidad que no encajaba en su percepción. La figura parecía estática, como si estuviera inanimada, contradiciendo el sollozo errático y descontrolado que sugería movimiento. Una contradicción escalofriante. Teorías aterradoras se agolpaban en su mente.

< ¿De qué lugar será? ¿Necesitará ayuda? ¿Será una trampa? ¿O simplemente un desgraciado desfilando en Pasarela? > pensó, observando con una cautela de vida o muerte.

Cada desfile tenía su peculiaridad. No era un espectáculo tétrico en absoluto, tenía más bien un carácter, por decirlo de alguna manera, divino. Algunos acompañados de un llanto inconsolable, y otros de un sollozo silencioso; algunos estaban llenos de ira, siendo los más ruidosos y peligrosos para sus espectadores, y otros llenos de una indiferencia sepulcral y un sigilo que solo era posible percibirlos a través de la vista; algunos deambulaban en un vaivén de dudas, con un andar errático e impredecible, mientras que otros, embriagados de alguna estupefaciente, caminaban con un paso torpe pero decidido. Lo más peculiar de todo es que siempre existía la posibilidad de que esos seres desafortunados retornaran. A veces, era una Pasarela llena de reflexión seguida de un renacimiento renovador, mientras que otras, era un camino unidireccional y de destino inmutable. Y en esta ocasión, parecía ser un desfile de llanto.

Con hesitación, Gregor consideró si debía desviarse por una ruta alternativa o si cambiar su trayectoria a través de las calles perpendiculares, pero…

(¡Pum!… ¡Pum!…)

El lamento se detuvo bruscamente, reemplazado por el sonido de alguien sonándose la nariz, antes de retomar su ritmo irregular y lastimoso.

(¡Pum!… ¡Pum!…)

< ¿Qué diablos es eso? > se preguntó, con su corazón golpeando su pecho con intensidad, justo antes de adentrarse en elucubraciones de un tono sobrenatural. < ¿Un fantasma? ¿Un espíritu? ¿Un zombi? ¿El Señor Todopoderoso? > agregó, riendo de su propio pensamiento ridículo, cuyo único propósito era apaciguar la tensión.

Con paso cauteloso y con un curiosidad desbordante, Gregor se acercó, y mientras la bruma se disipaba, la figura adquirió definición y color. Había algo en la postura del hombre que desafiaba lo natural, como si careciera la fuerza para sostener su propia cabeza y brazos.

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Ante él se reveló una escena horrorosa. Un joven, de aproximadamente veinte años, aparecía desnudo y cruelmente empalado en un poste de metal que se alzaba desde una base de cemento, componiendo una especie de obelisco humano. La piel morena del hombre mostraba ampollas y una tonalidad rojiza. Su cuerpo esquelético, incluso en la muerte, parecía implorar por comida, con huesos que gritaban a través de su piel tensa. Múltiples heridas adornaban la figura, vertiendo sangre fresca y formando un patrón circular e irregular sobre el suelo de concreto. Pero, además, detrás del obelisco, al otro lado de la calle, la fuente del sollozo se materializó en una silueta solitaria sentada en una banca verde. Esta figura, inmersa en el dolor, tenía los ojos fijos en la escena delante de ella, brillando con lágrimas que oscilaban de arriba abajo al ritmo del gimoteo de su llanto.

Gregor avanzó un par de pasos más para vislumbrar mejor al enigmático personaje, cuando…

(¡Pum!… ¡Pum!…)

Se dio cuenta de que el hombre de la banca no miraba al obelisco, sino directamente hacia él. Era un hombre maduro, posiblemente en sus sesentas o setentas, con una estatura imponente y una complexión robusta que contradecía la vulnerabilidad de su llanto. Un respirador metálico oscurecía su rostro, escondiendo sus rasgos bajo una mata de pelo canoso. Lo absurdo no era tanto su presencia y aspecto inesperado como el hecho de que su respirador, desconectado de cualquier fuente de oxígeno, colgaba inútil hasta su ombligo al descubierto.

< Es solo un demente desfilando, probablemente resignado. No hay peligro > se convencía para calmar su inquietud.

Retomando su camino, Gregor giró al este por Carnaval, dejando atrás el obelisco humano. El hombre siguió con la mirada su partida, pero se mantuvo en la banca, desbordando aún lágrimas de sus ojos tapados y estremeciéndose por espasmos involuntarios. A pesar de su tamaño y edad, había algo en él que oscilaba entre la inocencia infantil y la ferocidad de un guerrero. Estas contradicciones sembraban en Gregor un dilema: el impulso de huir enfrentado al deseo de auxiliar a esa pobre alma.

< No hay tiempo para distracciones. Necesitas lavar esa herida y también tienes que…

(¡Pum!… ¡Pum!…)

– Buenos días – dijo lentamente el señor al ver a su visitante alejarse por Carnaval.

Gregor se detuvo. Aunque estaba de espaldas, podía sentir la penetrante mirada del desconocido clavada en él. Luego, giró lentamente, enfrentando al hombre que seguía sentado en la banca, inmóvil, pero con una presencia imponente.

– Buenos días – contestó con cautela, sopesando cada palabra.

– Perdona la interrupción de tu día, estimado viajero, pero ¿Te puedo preguntar algo? – inquirió con una curiosidad que arrasaba con la tristeza que le dominaba momentos antes.

– Dígame – contestó por impulso, seguido de un suspiro de pesar.

– Ven, siéntate – invitó el hombre, dando palmaditas en el espacio vacío a su lado en la banca antes de despojarse del respirador y mostrar una sonrisa.

Una nueva contradicción se había hecho presente. El semblante de ese sujeto, a pesar de poseer facciones masculinas de edad avanzada, se movía con la misma exaltación pueril que uno encuentra en un infante, como si un niño estuviera atrapado en un cuerpo de un señor.

– ¿O acaso me tienes miedo? – preguntó el viejo, y al notar la vacilación de Gregor, una risa franca y genuina estalló. – ¡Vamos! ¿Por qué lo dudas? ¿Crees que te voy a hacer daño? Sabes que eso no es posible, ¿cierto? – preguntó con una gesticulación de confusión infantil.

– Lo siento, tengo mucha prisa, tengo que irme – contestó, dándose la media vuelta.

– Está bien – replicó con un tono triste, volviendo a cubrir su rostro con el respirador y continuando con su lamento.

La espontaneidad de sus cambios de humor era tan inaudita como atemorizante, no obstante, la candidez de sus gestos resignados incitaba a Gregor a querer ayudarlo.

< Tal vez sí necesita ayuda… ¡Maldición! ¿Por qué soy así? ¿Por qué? Las cosas serían fáciles si me valiera madres este vejete > pensó, sintiendo su sangre recorrer el cuerpo al ritmo de su corazón.

Con gran arrepentimiento, regresó con el hombre, quien ignoró la reaparición de su visitante, y tomó asiento en la banca. Luego, hubo un silencio incómodo y duradero.

– ¿Todo bien? – se atrevió a preguntar Gregor.

El sujeto se deshizo de nuevo del respirador, mostrando una sonrisa desdentada, una nariz puntiaguda, y unos ojos bizcos que parecían ver dos cosas al mismo tiempo.

– Sí, todo bien, mi estimado viajero. Es hermoso ¿No crees? – dijo, señalando al empalado.

Su ojo derecho veía directamente a Gregor con seriedad, mientras que su ojo izquierdo apuntaba en dirección del obelisco humano, y de él brotaban lágrimas.

– ¿Eso? – preguntó sorprendido.

– Sí, esa obra de arte que tienes en frente de ti – reafirmó, sonriendo.

Gregor se estremeció y guardó silencio, desconociendo a qué se refería aquel retorcido personaje, y sintiendo escalofríos al imaginarlo.

– Esa imagen, aunque horrorosa para algunos, es conocimiento en su expresión más cruda. – dijo el señor, arqueando sus cejas y abriendo sus ojos bizcos. – No el que se racionaliza, sino el que se siente, se vive. Siéntete afortunado de poder presenciar algo así. Ese sujeto ha dado su última danza el día de hoy, y con ella, ha conseguido unirse con la Danza del mundo. Una obra de arte, si me preguntas a mí – dijo con un tono serio, soltando nuevamente su misma sonrisa pueril y desdentada.

– Y tú… ¿Eres su creador? – preguntó Gregor, atemorizado por la posible respuesta.

– ¿A poco crees que yo soy capaz de hacer algo así? – inquirió, indignado. – Yo solo proveí esta banca que traje del parque para esta función exclusiva –.

Gregor palideció ante tal desconcierto. Las palabras del viejo resonaban en un espacio entre la locura y la lucidez.

– Pero no te turbes, mi estimado viajero – dijo al notar la reacción negativa de su interlocutor. – La muerte no es algo que se deba temer, pues es el destino final de todo fenómeno en este mundo. Por eso, en lugar de correr de ella repleto de terror, acércate voluntariamente. Presénciala de frente y regocíjate con el conocimiento de sus palabras. Escúchala no con el pensamiento racional, sino con tu cuerpo, con tus sensaciones, y con tus emociones. La mayoría de la gente no lo sabe, o no lo quiere aceptar, pero ella, la muerte, es la mejor consejera que uno pudiera desear. A mí me da risa, porque hemos creado las historias más terroríficas sobre ella, como si toparse con la muerte fuera lo peor que nos pudiera suceder, pero ¡qué malentendido! Si tan solo tuviéramos la voluntad para escucharla, sabríamos que lo que ella desea es que nos convirtamos en la mejor versión de nosotros mismos, en nuestra obra maestra, para que cuando nos visite por última vez a bendecirnos con su toque mortal, la recibamos con agradecimiento y júbilo, en lugar de pavor y melancolía. A nadie le gusta ser recibido de esa manera ¿verdad, mi estimado viajero? – dijo y luego se quedó en silencio por unos momentos, rascándose la cabeza e inhalando por su respirador inexistente. – ¡Alégrate pues, hombre! La vida de esa persona ya no existe, pero sus restos servirán de semilla para alguna otra forma de vida, dando inicio al ciclo infinito de la Danza del mundo –.

Gregor, al escuchar su pequeño discurso sobre la muerte, se encontró navegando en un mar de dudas.

– Perdona, mi estimado viajero, ya estoy hablando como loco y ni siquiera nos hemos presentado. Yo soy Shiva. ¿Y tú, cómo te llamas? – preguntó, mostrando nuevamente su sonrisa.

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