Paralelo – Capítulo 18: Cucaracha
Trotaba en la maraña de la Central con un café en la mano recién comprado con su amigo el Tuercas, nombre asignado por la inoportuna testosterona.
– ¿Mucho trabajo o qué, pinche Gruñón? – bromeó un comerciante al verlo pasar apresurado, desencadenando una ola de risas entre la camaradería.
– ¡Cállate, pinche Jimmy! Deja de decir mamadas y ponte a trabajar, que por eso estás roto, jodido y pendejo – replicó González con una agresividad que, lejos de ofender, solo intensificó las carcajadas, transformando la escena en un estruendo de júbilo.
Luego, se abrió paso entre el laberinto de pasillos hasta llegar a su pequeño reino. Empujó la puerta corrediza y entró en su espacio de tres por tres metros, un universo miniatura meticulosamente organizado. Dentro, su colección de herramientas se alineaba con precisión, un escritorio acompañado de una silla pequeña ocupaba un rincón, mientras que estantes repletos de artilugios cubrían las paredes. En una esquina, se encontraba un colchón discretamente dispuesto.
Con un suspiro de alivio por estar finalmente solo, cuidadosamente colocó sobre el escritorio el recipiente que contenía el bicho, el cual Gregor había dejado hace un par de días. La cucaracha parecía haberse resignado a su destino, quieta y pasiva bajo la atenta mirada de González. El viejo ingeniero levantó la vista al cielo, se persignó con reverencia y, con un gesto de concentración, tomó unas pinzas y abrió con delicadeza la tapa del frasco.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
La cucaracha, al percibir una posible ruta de escape, cobró vida inmediatamente. Sus antenas temblaron al detectar la apertura, y con una agilidad asombrosa, se lanzó a correr por el reducido espacio del escritorio, esquivando hábilmente la pinza que intentaba capturarla. En una tensa persecución, González, con destreza, logró finalmente atrapar al insecto por su torso, inmovilizándolo entre sus herramientas.
El detalle del artefacto era impresionante. Como Gregor le había contado hace unos días, la precisión de sus curvas realistas, el relieve detallado e intrincado, y la suavidad de sus movimientos daban la impresión de un ser vivo. Sin embargo, el sutil brillo turquesa y su coloración, reminiscente a la madera, revelaban su naturaleza artificial.
< Si es un robot, es una tecnología incluso más avanzada que la de los arcaicos > pensó, admirando el animal. < Pero si está vivo… ¿podría haber más como él? ¿Podría ser esto una señal de esperanza para la vida de este mundo inhóspito? > pensó.
Fase uno de la inspección: Tomó un sorbo de su café, calentando su garganta y aclarando su mente. Luego, con otra pinza, examinó meticulosamente los tres segmentos principales del insecto: un abdomen segmentado en diez partes que permitían una flexibilidad sorprendente; un tórax liso y reflectante del cual emergían alas finas como el papel; y una cabeza pequeña y algo difusa, con dos antenas largas y elegantes que, de manera inquietante, parecían seguir su presencia.
Fase dos de la inspección: Cambió la pinza por una excavadora dental, palpando el cuerpo del insecto. El abdomen y el tórax eran duros, como protegidos por una armadura. La cabeza, en cambio, era más blanda, y al presionarla, la cucaracha se retorció de una forma que sugirió sensibilidad al tacto.
Fase tres de la inspección: Cambió su herramienta por un bisturí, girando a la criatura para tener acceso a su vientre. Con precisión, tocó sus patas y abdomen con la punta afilada, encontrando una resistencia sólida. Pero, en un giro inesperado…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Una de las patas se desprendió accidentalmente, y de la herida se filtró un resplandor turquesa que se disipaba al entrar en contacto con el aire. El bicho se retorcía en una agonía reminiscente a un hombre en tortura. En ese momento, una revelación golpeó a González: el artefacto no solo tenía la capacidad de sentir, sino que también podría estar vivo. Sin embargo, su conocimiento era insuficiente para desentrañar los misterios de esta criatura. Con cautela, colocó al insecto de nuevo en la prisión de cristal, sellando el frasco.
< Quizá en otro momento más pruebas puedan revelar el enigma > pensó.
Se lanzó en una búsqueda meticulosa por la pata desprendida, con la esperanza de devolverla a su legítimo propietario, pero se esfumó sin dejar rastro. No estaba ni entre las pinzas, ni pegado al bisturí, ni sobre la superficie desordenada del escritorio, ni en el suelo. Envuelto en una creciente confusión, procedió a guardar el contenedor con un suspiro de frustración. Fue en ese instante, cuando el silencio de su local se vio abruptamente interrumpido por un ruido inesperado desde el exterior.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Se escuchaban gritos tumultuosos, no de una persona, sino de muchos, tal vez cientos. Un escalofrío recorrió la columna de González, presagiando algo inquietante afuera. Con un sentimiento de preocupación, abrió la puerta corrediza, acercándose a la entrada para investigar el origen de esta perturbación.
(¡Slam!)
20:47…20:46….20:45….20:44…
Al cerrar la puerta tras ellos, los corazones de ambos latían con fuerza, no tanto por la rápida subida a este departamento, sino por la excitación e incertidumbre que despierta el descubrir un lugar desconocido. Habían llegado a su último destino de su ajetreado día. Frente a ellos, un amplio departamento moderno, sorprendentemente intacto y ajeno a los saqueos. Era como encontrar una mina de oro.
La elegancia del mobiliario en tonos beige se fusionaba armoniosamente con el piso cálido de madera, destacando las vibrantes ornamentaciones abstractas que adornaban el espacio, creando una atmósfera tanto confortable como juguetona. Se quedaron momentáneamente hipnotizados por la belleza que exudaba cada rincón, adornado con pinturas, esculturas, piezas de cerámica y decoraciones diversas.
Tras unos instantes, Gregor se percató de que se encontraba solo. Sacudiendo su sorpresa, se llenó de determinación y comenzó a inspeccionar el lugar. Abrió los cajones del mobiliario de la espaciosa cocina, que compartía espacio con la sala, hallando solo cubiertos, platos, electrodomésticos, productos de limpieza, y un par de latas cerradas de alimentos no perecederos. Con rapidez, guardó la comida en su chamarra, asegurándose de tomar solo lo necesario. Sin embargo, antes de guardar la última lata, un ruido inesperado lo interrumpió.
– Licenciado, ¿qué está haciendo? – preguntó una voz suave y seductora.
Gregor se giró para encontrarse con un deslumbrante rubí, sostenido por un marco de plata que colgaba del cuello semi descubierto de Tara, resultado de un botón recién desabrochado.
Aunque ambos no compartían una relación tan cercana como la que Tara tenía con Runa, habían llegado a tener una amistad complicada en el poco tiempo que se conocían. Gregor, huyendo de las limitaciones de su pequeño pueblo natal en busca de la serenidad necesaria para su investigación arqueológica, había encontrado refugio en el edificio de Jerome hace unos años. Tara, en cambio, era un alma de la ciudad, criada en el mismo grupo de huérfanos del que Octavio formaba parte y acogida en el edificio hace solo unos meses, gracias a la benevolencia del dueño. Su historia estaba marcada por el abandono familiar desde temprana edad, dejándola a merced de las aristas más crudas de la vida urbana.
Lo que complicaba su vínculo no era solo su coexistencia bajo el mismo techo ni sus orígenes contrastantes, sino la chispa que había surgido entre ellos desde su primer encuentro. A pesar de las breves e inocentes charlas que compartían en los pasillos, nunca cruzaron la línea hacia algo más profundo. Gregor, plenamente consciente de la inestabilidad emocional de Tara, entendía que avanzar más allá podría ser imprudente. Para Tara, su atracción por Gregor se mantenía como un juego cautivador, repleto de un coqueteo inocente que, a pesar de la tensión, se detenía justo antes de cruzar el umbral hacia algo más significativo.
– ¿Qué te parece? ¿Cómo me queda? – preguntó Tara, recuperando su tono normal y posando para destacar el collar, con una sonrisa expresiva que brillaba en sus ojos.
– El collar es muy bonito, aunque hace un gracioso contraste con esos trapos que traes puestos – bromeó él, no pudiendo evitar reír y admirar la belleza de la joya.
Tara lanzó una mueca de fastidio antes de desaparecer de nuevo por los pasillos del departamento. Generalmente, Gregor prefería trabajar solo en sus investigaciones arqueológicas, disfrutando de la profunda concentración que el silencio que su soledad le proporcionaba. Sin embargo, esta vez había decidido llevar a Tara consigo, no tanto para que le ayudara, sino más bien como un intento de alejarla de su rutina, donde solía encerrarse en su habitación y consumir Sueño Negro hasta la inconsciencia.
Una vez Gregor se encontró solo nuevamente, retomó su exploración, dirigiéndose ahora a la sala. Abrió todos los cajones a su alcance. En la mesa central, descubrió un juego de ajedrez y un conjunto de fichas y cartas de apuesta. En el bar, ubicado junto a una pintura abstracta, encontró varias botellas de alcohol intactas. Escogió una de mezcal y la guardó. En un trinchador de madera, halló contratos y recibos de la época arcaica, un montón de periódicos y manteles de diferentes colores.
< ¡Bingo! > pensó mientras tomaba el periódico.
Rápidamente se sentó en el comedor, abriendo el periódico y analizándolo con meticulosidad. Sin embargo, su labor de nuevo fue interrumpido.
Tara estaba de pie junto a la ventana, contemplando el paisaje exterior. Llevaba puesta una elegante bata negra de seda que delineaba las curvas de su delgada figura, una prenda que seguramente había encontrado en el clóset de alguno de los antiguos dueños. Gregor se permitió un breve momento para admirar la silueta antes de concentrarse de nuevo en su tarea. Organizó los periódicos en la mesa y empezó a leer detenidamente.
– ¿Qué pasa? – preguntó Tara fastidiada, notando que no había logrado captar su atención.
– Nada en particular – respondió, sin apartar la vista de los documentos.
El mito del calentamiento global
Decía el título de uno de los artículos principales.
A pesar del consenso científico sobre el aumento de las temperaturas globales, existen debates sobre sus causas. La teoría predominante sostiene que la actividad humana es la principal responsable. Sin embargo, hay aspectos que invitan a cuestionar esta afirmación. Primero, aunque existe una correlación entre el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera y el incremento en la temperatura global promedio, esto no necesariamente establece una relación de causa y efecto, como lo subraya el conocido principio en ciencia: ‘Correlación no implica causalidad’. Segundo, los modelos climáticos, dada su complejidad, enfrentan limitaciones significativas que hacen difícil realizar mediciones precisas, lo que complica aún más atribuir el calentamiento global exclusivamente a factores humanos. Tercero, aunque actualmente las temperaturas parecen estar aumentando, algunas perspectivas sugieren que estamos viviendo en una de las épocas más frías de los últimos millones de años, si se excluyen las eras glaciales. Estos puntos plantean interrogantes importantes sobre las conclusiones generalmente aceptadas respecto al cambio climático.
– ¿Sabes, Greg? – dijo Tara, interrumpiendo su lectura.
– ¿Qué pasa? – respondió, aún absorto en las contradicciones del artículo sobre el calentamiento global, especialmente en comparación con otros que había leído anteriormente.
– Vives atrapado en tu mundo interior, siempre pensando. Deberías detenerte a disfrutar el momento presente, el aquí y el ahora. Observar cómo se despliega la causalidad ante tus ojos puede ser algo increíble – explicó ella, aún mirando hacia el exterior.
– ¿Cómo dices? – preguntó, confundido, aún reflexionando la información del periódico.
– No me estabas prestando atención, ¿verdad? – cuestionó con una mezcla de tristeza y resignación.
– Sí te escuché, pero no entendí. ¿Puedes repetirlo? – pidió Gregor, mirándola con atención.
Tara suspiró profundamente antes de volver a hablar.
– Lo que trato de decirte es que parece que vives en un mundo paralelo, creado por tu mente. A veces, salir de ese espacio mental y disfrutar del presente puede ser beneficioso. Disfrutar de estar aquí… conmigo – dijo ella, girándose hacia él, abriendo discretamente la bata negra y buscando su reacción.
Hubo un silencio tenso. Gregor se encontraba en un dilema, luchando internamente entre el deseo y lo que consideraba correcto. La intensidad de emociones se agitaba en su interior, en la boca de su estómago. Aunque ardía de deseo por Tara, su lógica le advertía de las consecuencias. El momento presente, ese instante efímero y tentador, podía ser dulce y gratificante, pero también un portal hacia el abismo dado el estado psicológico en el que ella se hallaba. Entregarse a ese impulso significaba sumergirse en un mar turbulento, el mismo que Tara habitaba, un riesgo que bien podría costarle la vida.
Por instinto, la mirada de Gregor se desvió hacia el reloj, rompiendo el hechizo del momento.
06:21… 06:20… 06:19…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
El tiempo se agotaba, y con él, la necesidad de regresar se hacía imperativa.
– ¡Tenemos que regresar, ya! ¡Vamos! – exclamó Gregor con una voz teñida de un alivio agridulce.
– Sí – contestó ella con sequedad.
Recogieron sus pertenencias con diligencia, asegurándose de incluir el paquete de periódicos, y comenzaron el retorno del periplo, descendiendo cuidadosamente las escaleras hacia la calle. El calor, aunque tolerable, no mitigaba la distancia que los separaba de Anigma, ubicado en el extremo opuesto de la ciudad. Un silencio pesado se cernía sobre ellos. Gregor, impaciente, aumentaba el ritmo, tirando de la muñeca de Tara con urgencia, casi arrastrándola en su avance. Ella, con una resignación pasiva, se dejaba guiar sin resistirse.
En esa hora solitaria, encontraron las calles vacías, siendo el único acompañamiento el ondeo de las múltiples banderas del territorio que bailaban al compás del viento desde las ventanas de los edificios. Las enseñas, pintadas en tonos de azul, verde y blanco, se dividían en tres secciones que se unían en el centro, ostentando un símbolo: un creciente, una cruz y una estrella de David entrelazados. Era un símbolo de esperanza, de unidad, destacando majestuoso contra el cielo crepuscular.
Marcando su paso por calles solitarias y edificios abandonados, se adentraron en la periferia de La Tierra Prometida., hasta que alcanzaron finalmente la frontera sur del territorio, donde un evento inesperado los detuvo.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
De la espesa niebla surgió una silueta, anunciada por un alarido estremecedor. Al principio, la figura parecía ser de un hombre solo, emergiendo entre la bruma. Sin embargo, a medida que se acercaron, la realidad se desveló ante sus ojos: un grupo de personas congregadas en un círculo, con sus miradas inexplicablemente clavadas en el suelo. Intrigados pero cautelosos, optaron por mantenerse a distancia, tomando un desvío a la derecha y luego a la izquierda, adentrándose en una callejuela que corría en paralelo al camino principal.
El sonido de sus pasos resonaba en el silencio hasta que…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
Al girar la esquina, la visión de una figura solitaria les cortó el paso. Era una mujer, joven, de figura esbelta y cabello oscuro como la noche, que se encontraba paralizada por el miedo, temblando y con la respiración entrecortada, su mirada fija en el suelo.
– ¿Qué pasa? – preguntó Gregor con urgencia.
Pero ella permaneció callada, envuelta en su miedo, incapaz de levantar la vista o responder.
Ante la ausencia de una respuesta, la incertidumbre creció en ambos, alimentando su ansiedad. Sabían que algo grave estaba sucediendo, pero el qué, seguía siendo un misterio. Dejando atrás a la mujer ensimismada en su terror, continuaron su camino, solo para encontrarse con otra revelación a pocos pasos…
(¡Pum!… ¡Pum!…)
– ¡Ahhhhh! – el grito de Tara resonó, lleno de pavor y repulsión, mientras se apartaba de un salto.
Gregor, impulsado por la reacción de Tara, bajó la vista al suelo y lo que vio lo dejó paralizado. A una distancia alarmantemente corta, una cucaracha de un iridiscente tono turquesa se escabullía veloz hacia la seguridad de una coladera cercana. Al alzar la vista, el descubrimiento de Gregor se tornó aún más macabro. En la pared del edificio adyacente, se posaba otra cucaracha. Sobre la acera, una más. Y justo al lado de su bota, otra criatura aguardaba. La ciudad había sido invadida.
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