Paralelo – Capítulo 4: Carnaval
– ¡Apúrate! ¡Camina más rápido! – le dijo con tono de desesperación una mujer adulta, pero de aspecto joven, a un viejo. Parecía ser su padre, o al menos algún familiar por la similitud de sus facciones. Ojos saltones, narices chatas y piel pálida.
– Ve, corre, fórmate y espérame en la fila, no tardo. Necesitamos la comida – respondió el anciano, con esfuerzo.
Estaba encorvado, con las manos apoyadas en sus rodillas, y su espalda en el muro de cemento. Además, luchaba por respirar.
– ¿Estás seguro? ¡Dime por favor que estarás bien! – gritó la señora.
– Sí…sí… Ve ahora… Timmy está enfermo… necesitamos la comida – dijo el viejo, pausando entre respiros agobiados.
– ¡Espérame aquí! ¡No te muevas! ¡No tardo! – exclamó ella, y después de una pausa, abrazó al anciano y se apresuró, dejándolo solo a merced del Carnaval.
En medio de la densa niebla y la madrugada lóbrega, la visibilidad se reducía a unos pocos metros. A pesar de esto, la tenue luz artificial de los puestos callejeros que comenzaban a abrir sus puertas, las velas temblorosas en manos de la muchedumbre, las esporádicas lámparas eléctricas, y la proximidad del amanecer, ofrecían destellos de claridad en el paisaje sombrío. El número exacto de personas en el Carnaval era incierto, pero el estruendo de sus pasos colectivos, reminiscente de un ejército colosal en marcha, sugería una concurrencia masiva.
En ocasiones como esta, lo más prudente era dejarse arrastrar por la marea humana en lugar de luchar contra ella, por lo que llevar un arma se convertía en una necesidad, no sabiendo cuándo la autodefensa sería imprescindible. Gregor, consciente de esto, llevaba ocultos en su chamarra cuchillos caseros de aluminio, improvisados pero efectivos para su protección.
< Pobre viejo, ojalá vaya a estar bien > pensó espontáneamente, y a juzgar por las miradas de quienes lo rodeaban, no era el único con ese pensamiento. Sin embargo, a pesar de la empatía generalizada, nadie intervino. Una realidad desalentadora en la que la simpatía se manifestaba en silencio, pero no en acción.
Eran las cinco y media de la mañana, y las huestes del batallón avanzaban unánimes hacia un frente común, el Reparto, lugar donde se intercambiaban bienes por comida. La Matriarca, soberana indisputable del territorio, utilizaba las instalaciones de lo que en tiempos pasados fue un hospital privado, para almacenar comida y para entregarla a la población. Aunque había otras maneras de adquirir alimento, la tasa de cambio que ofrecía y el peculiar sabor de su puré de setas la convertían en una opción inigualable.
– ¿Qué? ¡Esto es una estafa! ¡Jódete! – exclamó una voz grave y con tono agresivo desde un rincón del Carnaval, en el único bar del territorio.
El sonido de la ira fue seguido por la estridencia de una mesa volteada, fragmentos de madera dispersándose caóticamente en el suelo, una silla colisionando con la pared y el murmuro estupefacto de los espectadores. Sin duda, era el resultado de una apuesta, práctica común en cualquiera de las sucursales de Astral, nombre de los diversos bares que su dueño, el Chef, tenía diseminado por los territorios. ¿Qué estaba en juego? Quién sabe. Comida, velas, baterías, o agua, que era lo más común. No obstante, a menudo, lo que estaba en juego era mucho más macabro: la libertad personal, que se traducía en esclavitud o prostitución, o la divisa más codiciada en estos tiempos, la sangre humana. Su valor residía en sus variados usos, desde ser un ingrediente en cosméticos de alta gama hasta su aplicación en remedios homeopáticos. Pero, sobre todo, era codiciada como ingrediente principal de la moronga humana, platillo reservado para los más poderosos. Este «manjar”, como le decían los compradores recurrentes, cimentaba la economía del territorio pues, mientras los pobres intercambiaban su sangre por puré de setas a precios bajos, los más adinerados desembolsaban cantidades exorbitantes de recursos para comprar el platillo.
El tumulto del bar captó la atención de los transeúntes. Algunos, incapaces de resistir el impulso de su curiosidad, se detenían hipnotizados, desatendiendo el riesgo de perder su lugar en la fila del Reparto. Al parecer el morbo de estas situaciones siempre despertaba un interés irracional en ciertos individuos, distorsionando por completo sus prioridades.
– Papacito, te hago lo que quieras por una lata de comida – le dijo una señora cuarentona a Gregor.
Se trataba de una prostituta. Su piel pálida combinaba con las enormes ojeras y con sus pocos ánimos de conversar.
– No, gracias – contestó, sin prestarle mucha atención.
Al notar el rechazo rotundo, las demás prostitutas, que se encontraban aglomeradas en aquella esquina en particular de Carnaval, enfocaron sus esfuerzos en otros posibles candidatos. Se podían contar al menos unas quince mujeres, un puñado de travestis, y un par de muchachos.
(¡Fuuum!… ¡Fuuum!)
Súbitamente, se escuchó a la distancia la alarma que marcaba el inicio del Reparto. El batallón se convirtió en un caos desenfrenado. La muchedumbre, impulsada por la avidez egoísta, se tornó en un mar de codazos y empujones, cada cual con la mira puesta en llegar primero. Como una hoja arrastrada por la corriente, Gregor fue conducido hasta el embudo humano, un punto de inflexión donde la autoridad de los guardias de la Matriarca convertía la anarquía en una fila ordenada. Sorprendentemente, los postes de aluminio cumplían su función, no por la cooperación del conglomerado, sino por el temor infundido por los guardias, cuya habilidad militar y arsenal de armas los hacía temibles, y su impaciencia, impredecibles.
Gregor, con astucia, se posicionó en la fila. Faltaban siete u ocho cuadras para llegar al hospital, lo que significaba que probablemente tardaría cuatro horas en llegar.
< Si tan solo me hubiera levantado más temprano > pensaba, reprochándose severamente.
Una vez formado, lo único restante era ser testigo del espectáculo y luego del desfile que aparecería frente a él. Avanzó a paso lento, y no pasó mucho tiempo hasta que el primer acto dio inicio.
– En la era del renacimiento y unidad, bajo la guía de la Matriarca, hemos forjado a Anigma, un territorio de inquebrantable fuerza, unidad y amor. – resonó una voz femenina mientras una melodía heroica inundaba el ambiente
Ante él, un escenario móvil se erigía en medio de la calle. Altavoces emitían la narración y la música, y juglares simulaban el laborioso proceso de forjar metales.
La escena se desvaneció tan rápidamente como avanzaba la fila, y pronto, a unos pocos metros de distancia, se desplegó otro acto en este drama urbano.
– Una líder visionaria, cuya sabiduría y compasión ha despertado el espíritu de una nación, guiándonos hacia un futuro de equidad y solidaridad – anunció la misma narradora de los altavoces del segundo acto.
En este nuevo escenario, los tambores vibraban con una intensidad que palpitaba en el pecho de los espectadores, mientras los juglares ondeaban la bandera carmesí de Anigma, adornada con un símbolo dorado de una serpiente imponente mordiendo el cuello de un águila.
– Juntos, bajo su inmortal estandarte, marchamos hacia la grandeza eterna. Nuestra líder, nuestro territorio, nuestro orgullo – siguió la voz en el tercer acto.
Con la música en su punto más álgido, las trompetas se alzaron triunfantes. El tercer escenario mostraba un trono vacío custodiado por decenas de imágenes iconográficas que celebraban a su máxima líder, la Matriarca. Una figura que irradiaba autoridad y un atractivo magnético y jovial a través de su penetrante mirada.
La muchedumbre, familiarizada con cada representación, se sumergía en la observación de las escenas como único pasatiempo en la lentitud de la fila.
– ¡AHHHHHHHHHHHHHHH! ¡Ayuda! ¡Alguien que me ayude, por favor! – resonó un grito de una mujer, sembrando confusión en la audiencia.
Era un alarido lacerante y desgarrador, cargado de una desesperación que no era parte del guion previamente conocido. La luz del amanecer comenzaba a iluminar sus alrededores, pero la densa niebla dilataba la incertidumbre.
– ¿Por qué nadie me ayuda? ¿Q…qué no ven que es un niño? A…yuda, p…p…por f…fav…ooo…ooo…ooooooor… – decía, berreando descontroladamente.
Al escuchar el segundo grito, un escalofrío recorrió la columna vertebral de Gregor. La genuina agonía de la voz sugería una verdad más allá de la actuación.
Avanzando unos pocos pasos más en la fila, se reveló la cruda escena. Una señora andrajosa, sentada en el pavimento afuera de la fila e iluminada por las velas de la muchedumbre, sostenía entre sus brazos a un niño inerte al que cubría con su chal negro. La escena conmovía a la sala entera. La multitud formada observaba con una mezcla de tristeza y remordimiento, sin embargo, la parálisis colectiva prevaleció, pues intervenir, significaba perder su lugar en la fila, un sacrificio que nadie estaba dispuesto a correr.
– ¡Púdranse! ¡Espero todos se mueran! ¡Malditos hijos de puta! – maldecía y chillaba la señora.
Los espectadores intercambiaban miradas, deseando que alguien más diera el paso que ellos no se atrevían a dar. O eso era lo que se decían a sí mismos para protegerse de la oscura realidad. Lo que en verdad deseaban sus entrañas, era que nadie actuara, pues una culpa colectiva siempre es más fácil de superar que una personal, porque ¿cómo es posible que alguien sea moralmente más fuerte que yo?
< ¿Qué hago? ¿Ayudaré? > pensaba Gregor vacilante, avanzando al mismo ritmo de la fila.
De repente, se hizo evidente al otro lado de la calle el movimiento de los privilegiados que volvían del Reparto, cargados con sus provisiones, marcando así el comienzo del desfile.
Los primeros en aparecer fueron los esclavos de élite de la Matriarca, un grupo de al menos cuarenta individuos imponentes. Acarreaban una plétora de provisiones, avanzando hacia la guarida de su líder con una calma nacida de una musculatura finamente esculpida y afinada. La jerarquía dentro de su grupo era claramente visible en el número de estrellas que adornaban los parches de sus trajes de látex y metal, colocados estratégicamente en el pecho; de uno a cinco, siendo uno, el de mayor rango. Además, estaban armados hasta los dientes con un arsenal intimidante que incluía espadas, hachas, cadenas, cuchillos y mazos, cada arma un reflejo del estatus y la habilidad de su portador.
Gregor contempló su marcha, esperando inútilmente que mostraran algún gesto de compasión hacia la mujer desconsolada.
Tras los enormes soldados, los segundos en desfilar fueron los siervos de los magnates comerciales, cuyas apariencias delataban un trato un poco menos favorable. Casi tan desnutridos como la muchedumbre, sus cuerpos mostraban las cicatrices de castigos crueles. A diferencia de los subordinados de la Matriarca, estos esclavos vivían al borde del abismo, enfrentando constantemente el castigo de su propia carne y sangre con el fin de alimentar a sus superiores.
– Nuestra salvadora. Nuestra guerrera. Nuestra proveedora. Nuestra líder. Ella. La Matriarca – se escuchó a lo lejos en el cuarto acto.
– ¡Todos se van a ir al infierno! ¡Todos ustedes! – gritaba la mujer hacia la indiferencia de la gente.
Gregor debatía internamente la paradoja del egoísmo externo y la inacción propia. < ¿Acaso no les importa? ¿Por qué no ayudan? Pero tú tampoco estás haciendo algo. Pero tú no tienes comida y ellos sí >.
Tras el paso de los esclavos de los magnates comerciales, emergieron los comerciantes callejeros en un desfile menos formal. Beneficiados por sus vínculos con la Matriarca, gozaban de privilegios como un acceso prioritario al Reparto, precios reducidos y una codiciada exención de impuestos. Aunque disfrutaban de una libertad que los esclavos no conocían, la dureza de la vida de las calles había instaurado en ellos una mirada curtida, reflejo del constante peligro que acechaba en cada esquina.
Conforme Gregor avanzaba, los gritos de la mujer se convertían en ecos lejanos, pero el sufrimiento emanado de ellos aún era diáfano como el cristal.
< No van a hacer nada. No les importa ¿Ayudaré o no? >.
Entonces fue el turno de los más desfavorecidos del desfile. Gente demacrada y con rostros tristes. Primero, un anciano sin piernas que se desplazaba en una patineta desgastada, impulsándose con sus manos. Le siguió una mujer embarazada rodeada de sus cinco hijos. Luego, un hombre encapuchado seguidor de “La Tierra Prometida”, territorio sede de una de las sectas religiosas más importantes de la ciudad. Y decenas de personajes de aspectos excéntricos.
< ¿Qué debo hacer? ¿Ayudo o me quedo en la fila? > se repetía en su cabeza, escuchando el grito que, con cada paso, se perdía entre el volumen alto del cuarto acto.
– Nuestra salvadora. Nuestra guerrera. Nuestra proveedora. Nuestra líder. Ella. La Matriarca – seguía la voz del cuarto acto.
Un malestar burbujeaba en sus entrañas, una lucha interna entre la inacción y la acción.
< ¡Sí! debo ayudar. ¡No! Mejor quédate en la fila ¡Pero el niño va a morir! ¡Pero no vas a tener comida! >.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
De repente, un impulso potente surgió de su pecho, nacido del efímero instante en que es imperativo elegir entre dos caminos, obligándolo a actuar sin pensar.
(¡Pum!… ¡Pum!…)
< No. No puede ser. Dime por favor que no lo hiciste > pensó inmediatamente.
A su alrededor, las miradas se llenaron de sorpresa. Gregor se encontraba fuera de la fila, y su lugar, había sido ocupado por el joven que iba tras él, quien lo miraba retadoramente.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!